Doña Marielena…por Luis Villegas Montes
Por razones en absoluto extrañas, incurro en el lugar común de dejar de enviar el correo de esta semana que ya tenía escrito, a raíz de una infausta noticia: Murió doña Marielena.
La señora, en algún momento de mi borrascosa biografía, fue mi suegra; ella no tuvo la culpa, claro; son cosas de la vida. Que te toque un yerno como yo es como sacarse la lotería pero al revés.
Estaba muy enferma. Me dijo Luis Abraham la semana pasada, como Kiko, haga Usted de cuenta: “Que dice mi mamá que su mamá está enferma; que vayas a verla; que dice que decía que te quiso mucho; bueno, eso dijo ella… mi mamá”; ni la claridad de pensamiento ni la claridad de palabra son dotes que adornen a mi hijo el soldado, es mi hijo el mayor, pero entendí.
Me imagino que son de esas relaciones que no hay modo de darles continuidad porque viene la vida a ponerlo a cada uno en su sitio y eso nos pasó a doña Marielena y a mí; en los últimos veinticinco años nos vimos poco, platicamos menos y al final me quedé con la aflicción de no ir a visitarla, porque, de veras, estaba buscando un huequito para ir a verla porque, ¡cómo no!, yo también la quise. Juro solemnemente que tuve toda la intención de ir a visitarla y que todos los días lo recordé y, estúpidamente, lo estuve aplazando. Es una pena y una bendición porque ese descuido sirve para recordarme la necesidad de no postergar aquello que más nos importa; vaya, esté, visite, coma, llame, mande flores, mande un in box, envíe un mail o de perdida uno de esos engendros del Demonio, un WhatsApp; pero hágalo; no lo deje para después; uno nunca sabe cuándo va necesitar una palabra de aliento, un estímulo, un detalle, pero nunca están de más.
A doña Marielena la quise porque fue una abuela perfecta para Luis Abraham: Cariñosa, acomedida, atenta, generosa, incondicional. En eso Luis Abraham ha sido muy afortunado; porque su abuela, con todo y que tuviera algunas otras virtudes (y defectos, como todos), fue un ejemplo a seguir en dos cosas: Trabajó mucho, mucho, mucho y quiso a los suyos aún más. Eso es lo único que cuenta en este Mundo; querer a las personas, querer al otro, brindarse al prójimo; y si, como es mi caso, no se puede porque es uno de higaditos negros, pues por lo menos no poner trabas ni reservas en el afecto a los de uno: Los padres, los hermanos, los hijos.
Me puede mucho por Luis, en primer lugar; porque se cierra un círculo de alguien muy importante en su vida; yo sé de esas cosas, tantos se me han ido adelantando: Javier, a los 12 años, mi primer “mejor amigo”; mi abuela Esther, que fue fundamental para inculcarme la noción de que Dios existe y es bueno y que la única cosa que nos brinda, la vida, es suficiente para colmar nuestra existencia pues de nosotros depende qué hacer con ella para bien o para mal; Jesús, mi tío, a quien siempre le dije “papá” y que me obsequió uno de los regalos más extraordinarios que nadie me dio jamás -además de su afecto arrasador-: La lectura; y mi papá Cruz, quien me dio muchas “primeras cosas”, importantes todas al día de hoy, la principal, un sentido muy íntimo de mi propia dignidad al margen de cualquier otra consideración.
En cuanto a don Carlos, Lorena, Patty, Ricardo, Mauricio y Rosa, allá donde esté (en Denver, no vayan a pensar ustedes otra cosa), un abrazo a todos; no necesito yo venir a decirles lo que ya saben: Tuvieron una amiga, una compañera y una mamá formidable porque, al final de cuentas, lo único que importa es la capacidad de amar y es un don del Cielo poder decir, más allá de toda duda, que quien debía querernos por obligación, nos quiso, con todo, por convicción, por apego, por decisión propia, porque así es la sangre, pues… o debe de ser.
En paz descanse, doña Marielena y que en Gloria de Dios esté.
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