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Bajo el acecho de los zopilotes (Parte V)…por Karmen Martínez

Fue así como cobré también, un inmenso amor por la vida y en especial, por la tierra y los animales, ya desde niño. Primero, las promesas de mi padre de un futuro mejor y después, adquirido por la costumbre del trabajo y el esfuerzo para cultivarla junto a él.

“El me enseñó que la mejor manera de amar a la tierra es vivir pegado a ella, trabajarla, tomar el preciado polvo -para mí, más valioso que el oro- entre las manos y dejarlo caer lentamente. Impregnarse de su olor, de su textura e inducirla con constancia, amorosa, pacientemente, a que acceda a entregar todo sin forzarla, sin obligarla. A que corresponda con el mismo amor, como si fuera una amante. Pero sobre todo, el saberla completamente tuya, el poseerla te hace sentir su rey y señor. Conviertes al amado suelo en tu reino, tu hogar y tu refugio. Nadie puede sentir amor absoluto por lo que no le pertenece, por lo que no le ha costado dolor, trabajo y esfuerzo. Por la que no ha bebido gota a gota, tu sudor. Porque, sí, la has regado con agua, sudor y lágrimas; ha absorbido hasta el sumun tus fuerzas y tus anhelos. Parece reconocer tu cuerpo al solo contacto con ella y sin importar su extensión, no existe una sola piedra o una fracción de su suelo donde no hayas posado una mano o un pie. De ahí, que, quienes la obtienen o la arrebatan sin que les haya costado nada, la entregan inmediatamente a otro dueño o la descuartizan y la profanan para torturarla, imponiendo sobre ella el oprobio de “la modernidad”, que la contamina y la ensucia.

Cuando la siembras y ves brotar las primeras yemas de las plantas, se te ensancha el pecho, sientes una gran satisfacción y te sientes como una minúscula chispa de ese gran Dios, hacedor de todas las cosas. De alguna manera, estás otorgándole vida a los pequeños seres. Su plenitud es tu felicidad y su muerte, tu dolor.

Te vuelves filósofo y poeta sobre tu suelo -permitan, algunos “insignes” profesionistas de la Filosofía o de la Literatura decirlo sin que se doblen de risa al considerar esta aseveración como un sacrilegio por el hecho de que no te refieras a Aristóteles y a su pensamiento sino a ti y a al tuyo propio-. Tú, que para ellos solo eres… un campesino. ¿Puede un campesino ser pensador, filósofo o poeta? No, hay tanta diferencia como entre el hombre y el mono, y tú perteneces a la segunda categoría. ¡Qué atrevimiento! ¿Filósofo o poeta? ¡Bah! Para eso hay que tener estantes repletos de libros: Platón, Sócrates, Neruda; y tú ni siquiera has oído hablar de ellos. Pero, igual, buscas la verdad y la razón de la existencia. Has intentado encontrarlas en los secretos del cosmos infinito y de cada una de sus estrellas desde tu bendita tierra, durante las incontables y eternas noches en que has pasado cuidándola, regando las plantas para mantenerlas vivas. Para algunos, la botánica puede ser un secreto pero no para ti y la astrología se vuelve una costumbre en tu vida al observar, continuamente, los movimientos planetarios, las fases de la luna y su relación con los cultivos y con el clima o los cambios de estación. Sabes distinguir perfectamente a Venus de Mercurio y ni siquiera recuerdas ya quien te enseñó a ubicarlos en el cielo nocturno.

Te inquieta la diversidad de seres que te rodean, y aprendiste a soñar mirando al cielo o a llorar, buscando a Dios más allá del infinito o quizá, una respuesta a tus propios dolores. Pero sobre todo, aprendiste a amarlo en cada brizna de hierba, en la forma de las constelaciones y en los círculos de la luna que te advierten sobre una posible “helada”; en el granizo, la lluvia y la escarcha o en el rocío que cubre las plantas en las madrugadas y moja tus pies; en las noches nubladas y tan oscuras que no te hacen tropezar solo porque conoces la posición de cada piedra, cada surco y cada recoveco del terreno.

Eres capaz de seguir, cuidadosamente, el curso de un abeja cuando va de flor en flor y así, aprendes sobre la polinización y que, sin ese animalito, tus plantas no darían fruto (tú sí conoces y respetas el valor de todos los seres vivientes, por insignificantes que parezcan. Cada uno tiene una misión en el mundo). Analizas, cuidadosamente, cada ruido, aun el más bajo: el llamado de la cigarra y el grillo buscando a su compañera, el sonido cantarín del arroyo y el ladrido de los perros; el movimiento de la mortífera y silenciosa serpiente al deslizarse y el salto de la langosta. Y guardas todos esos recuerdos en tu corazón. Incluso el susurro de la muerte que te acompaña a lo largo de la vida. Durante el invierno has sentido el frío calar hasta los huesos cuando transitas por el campo, preparándolo para el próximo ciclo agrícola y en el verano el calor sofocante cuando lo cultivas surco a surco, bajo el agotador sol del desierto que parece exprimir tu cuerpo y hasta tu alma, y diluirlos en forma de sudor. Pero todo lo haces con alegría, paciencia y cariño porque sabes que más tarde llegará la recompensa.

Así comenzó mi vida: solitario, aún muy pequeño, atado a la tierra; pastoreando mi hato por los valles, con mis inquietos sueños trepando por las laderas, siguiéndome fieles por los montes o nadando conmigo en las cascadas, en el río o en el arroyo. Desde niño me había gustado bañarme en el caudaloso río y desafiarlo nadando contra corriente para probar mi habilidad o lanzarme desde lo alto de los peñascos en clavados tan peligrosos que hubieran aterrado a mi madre si me hubiera visto. Terminé siendo un experto nadador.

Amaba el verdor de las colinas y las montañas en el verano. Me entristecía el color dorado del otoño y el pardo del invierno; observaba, embelesado, el cambio del azul límpido del lago en los días despejados al color gris, cuando el cielo se nublaba. Me maravillaba el reflejo de los árboles o las plantas en el agua y cómo se dibujaba la montaña sobre la superficie. La ruidosa caída de las cascadas, y las grutas que se forman en la montaña. Las que me cobijaban cuando llovía o simplemente, las recorría y las usaba como lugar de mis juegos infantiles o como observatorio para investigar.

Un día se me ocurrió que podría llegar, caminando, a un poblado que estaba a una gran distancia -lo llamaban “Lucrecia”-, y sin más, me fui. Iba a la mitad del camino cuando me cayó encima la noche. Era muy pequeño entonces. Seguí caminando hasta que la luna llegó a lo alto el cielo. De pronto, en la mitad del monte comencé a oír los aullidos de los coyotes y me invadió el miedo. Comencé a silbar para oír un sonido humano en la inmensa desolación del desierto y ya no sabía si continuar o regresarme. Al inesperado salto de alguna liebre, a la que le perturbaba su sueño, casi me paralizaba de miedo. De pronto la imaginación, propia de los niños, me traicionó. Comencé a creer que aquellos que aullaban no eran coyotes sino lobos fieros. Aunque me crean ignorante había leído la fábula de Rómulo y Remo y no me atraía para nada la idea de ser adoptado por lobos, en el mejor de los casos o en el peor, ser devorado por ellos. Mi valentía se desvaneció como el humo, di media vuelta y comencé a correr como si alguien me fuera persiguiendo. Creo que no paré hasta que llegué a donde pensé que alguien podría verme y eso, para mí sería vergonzoso. Comencé a caminar más despacio y al poco rato me encontré con un vecino. Él me preguntó de dónde venía a esa hora. Fingiéndome totalmente despreocupado, le mentí, diciéndole: “Vengo de ahí nada más, de Lucrecia”. El me miró con admiración.

Cuando era ya un adolescente conocí a un amigo. Era un poco alocado y nada lo turbaba; muy diferente a mí, ya que yo desde muy niño les consagré mi vida a Dios y a la Virgen, mientras que él, se declaraba totalmente ateo. Por lo tanto, no lo detenían los escrúpulos, la culpa ni el remordimiento. Adquiría terrenos valiéndose de cualquier método. Tenía tierras donde quiera y me invitó a trabajar con él. Yo acepté gustoso y siempre que me llamaba para trabajar, no importaba si era de día o de noche, acudía sin retardo. Más adelante, se construyó el sistema de riego y él, sabedor de que le quitarían las tierras excedentes a lo estipulado por el gobierno, ya que, dentro del sistema de irrigación solamente se permitía cierto número de hectáreas, me vendió una loma pedregosa y árida, la cual, yo trabajé como pude. Me endeudé para comprar herramienta y refacción. Luego, al ver que estaba rodeada de monte o “tierra de nadie”, desmonté, arrancando uno a uno, los mezquitales, huizaches y las tenaces malezas desérticas que se aferraban con fuerza al suelo de los alrededores, con solo la ayuda de una mula y un caballo. Luego le pedí la posesión al gobierno y así, agrandé mi terreno”.1

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