El poder del voto femenino en México…por Aída María Holguín
Corría el año de 1955, cuando -por primera vez- las mujeres mexicanas pudieron emitir su voto. Fue exactamente el 3 de julio de ese año cuando, en México, se concretó el resultado de una lucha que -a nivel mundial- inició desde la segunda mitad siglo XVIII; no obstante, fue hasta principios del siglo XX (a consecuencia -en gran medida- del movimiento sufragista británico) cuando la larga lucha en exigencia del derecho a la participación política de las mujeres se empezó a materializar.
En relación a la materialización de los derechos políticos de los mujeres, destaca la resolución 640 (VII) aprobada por la Asamblea General de la ONU durante la Convención sobre los Derechos Políticos de la Mujer (celebrada en 1952), ya que ésta comprometía (y sigue comprometiendo) a sus Estados miembros a promover y aplicar las medidas necesarias para asegurar el respeto efectivo de los derechos y libertades fundamentales de los hombres y las mujeres.
En el caso de México, fue el 17 de octubre de 1953 cuando -a través de un decreto de reforma constitucional que modificaba la redacción del artículo 34- quedó aclarado el hecho de que tanto los varones como las mujeres son ciudadanos de la República. Con este “leve” cambio, implícitamente se reconocieron los derechos político-electorales de las mujeres mexicanas; es decir, a votar y a ser votadas para ocupar puestos de elección popular.
Tuvieron que pasar casi dos años para que, finalmente, las mujeres mexicanas pudieran ejercer por primera vez su derecho a votar. Esto, a su vez, favoreció la posibilidad de participar con mayor presencia en el proceso de democratización integral del Estado mexicano.
Sin duda alguna, desde ese entonces la participación (cuantitativa y cualitativa) de las mujeres ha tenido un poderoso impacto en la vida política de México. Esto, obliga a reflexionar sobre la relevancia del poder que el voto femenino tendría si todas las mujeres mexicanas no solo ejercieran su derecho a votar (un derecho que costó lágrimas y sangre), sino que también todas ellas lo hicieran razonadamente. Es decir, si se considera que -de acuerdo con el Instituto Nacional Electoral- de los 87.2 millones de los ciudadanos que (hasta el 23 de junio de este año) forman parte del padrón electoral, 51.88% (45.2 millones) son mujeres; y que, de los 85.7 millones de mexicanos que conforman la lista nominal de electores, 51.94% (44.5 millones) son mujeres, queda más que claro quiénes tienen el poder.
Es evidente que en términos cuantitativos “simples”, la sola participación de las mujeres (si todas ejercieran su derecho a votar) tendría un papel definitorio y definitivo en los resultados de los procesos electorales; sin embargo, el poder del sufragio femenino debe ir más allá de un asunto cuantitativo. Dicho en otras palabras, se requiere del voto razonado que asegure -hasta cierto punto- que los candidatos electos (sean hombre o mujeres) tomarán decisiones encaminadas a fortalecer la democracia (incluyendo a una de las asignaturas pendientes, como lo es la equidad de género) y a la sociedad en general.
Finalizo en esta ocasión con lo dicho alguna vez por la médica y política argentina, Alicia Moreau de Justo: “El voto femenino implica mayores responsabilidades cívicas. Las mujeres no podrán lavarse las manos y decir yo no voté, yo no sé nada. El país se va a la ruina y yo no tengo nada que ver”.
Aída María Holguín Baeza
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