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Luisita y Juárez…por Luis Villegas

LUISITA Y JUÁREZ.

En algún lado dejé escrito que tengo dos nietas: Luisa y Sofía; la verdad es que no convivo mucho con ellas; no soy muy dado a los niños; a los míos los aguanté más o menos armándome de paciencia, pero ya los ajenos como que me dan repelús; no sé muy bien cómo tratar con ellos.

En este punto recuerdo una anécdota que me contaron un par de queridas amigas respecto de una conocida que, sin nada bueno que decir del bodoque recién nacido que le instalaron en brazos, sólo atinó a exclamar: “¡Qué calientito!”; así yo; los veo, infantes o creciditos, y esa expresión —o cualquier otra de contenido similar—, es la que se me viene a mientes. Ni modo.

Sin embargo, con Luisa las cosas han empezado a dar un giro interesante porque, más crecidita, ya no es cosa de andarla cuidado todo el tiempo ni interpretando sus deseos; me imagino que todavía no arriba a esa edad de la mujer en que un “no” puede ser un “sí”; y un “sí” a lo más que alcanza es a un “quién sabe”, de tal suerte que todavía nos podemos comunicar en un español diáfano: “¿qué quieres desayunar?”, pregunto; “menudo”; y tan tán, vamos al menudo; “¿qué quieres hacer?”; “ir al cine”; y al cine vamos; “¿tienes hambre?”, “no”, “sí”; etcétera. ¡Una maravilla!

Pues ayer domingo, dado que Lola me canceló de última hora —dice que no conoce el Museo Casa de Juárez y tiene ganas de ir—, decidí visitarlo con Luisita quien tampoco lo conocía. Una muchachita se nos acercó a la entrada para ofrecernos sus servicios de guía y decidí prescindir de ellos; las explicaciones de rigor sobre quién fue, qué hizo y porqué es célebre Juárez decidí ofrecérselas yo a mi nieta; no sea cosa de que empezara a hablar de Juárez como hace “El Peje”: a lo baboso; y mi nieta está muy chiquita para llenarle la cabecita de pájaros pseudoliberales.

Es pública mi animadversión a la figura de Juárez; y conste que me refiero “a la figura”, no a Juárez mismo quien, por lo demás, me parece un prócer como cualquier otro: cargado de defectos y virtudes al por mayor; sus aspectos luminosos, los que se destacan en el Museo, su tesón por mantener la República a cualquier precio; su valentía, los redaños para enfrentar a un Ejército muy superior en todos los sentidos sin claudicar; recular sin rendirse jamás, tal pareciera su divisa en aquellos días aciagos con la República trashumante a cuestas.

Por otro lado, el lado oscuro de Juárez, su más pérfido legado, es el de consolidar las bases de esa nefasta tendencia que sólo la grandilocuencia de políticos de cuarta ha soslayado a lo largo de estos casi doscientos años de “independencia”: México como botín para los americanos. La postración, la sumisión, la entrega a los intereses yanquis es el blasón juarista por antonomasia y quien lo pretenda negar es un tarado, masón o no.

Claro que no atosigué a Luisita con esas historias truculentas; me limité a narrarle de manera general los avatares de la epopeya juarista; ya vendrán tiempos mejores para irle contando esa gesta pletórica de claroscuros, en un intento no tan vano de formarla como debe de ser: con ideas y creencias que discurran, lo más apegado posible, a la realidad que deriva de nuestra condición humana, voluble y caprichosa por naturaleza.

Lo demás, es producto de un adoctrinamiento senil que en nada abona al esfuerzo colectivo que debería ser el referente de toda nuestra vida pública actual: no volver a transitar por una época de caudillos.

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