La carga de la yegua o mi espíritu ecológico…por Luis Villegas
Entre mis conocidos, para no tener que admitir que soy un burro, me gusta decir que soy un hombre de ideas firmes. Aseveración que, por donde se vea, tiene sus asegunes.
Pues bien, en uno de esos arrebatos de férrea voluntad (o malhadada tozudez), decidí deshacerme de mi tablet —que le regalé a María, años ha—; así como de mi Kindle —que fue obsequio para Eslí, un amigo a quien conozco hace la friolera de cuarenta años y también lee como loco— y me dije: “Nanay; de mis libros no me deshago ‘manque me lleven los pingos’” —le advierto al lector distraído que esta última es una expresión fruto de una licencia literaria, pero muy ad hoc, proveniente del poema “Por qué me Quité del Vicio”—.
En otro espacio he contado cómo, del cúmulo de epítetos de que he sido víctima a lo largo de mi tormentosa vida, el de “Melés” llegó a ser el primero. Me acuerdo en este punto de una anécdota que me encanta y cuenta una amiga entrañable: la de un niño que, sin distingos, a su familiar más a la mano le pide: “¿me diriges?”; y allá va, pepenado del cogote, todo sea por no dejar la lectura; así yo en mis mocedades.
Empecinado en mi ser, pues, iba yo por la vida comprando libros a dos manos leyéndolos según la ocasión; de carácter técnico, para alguno de los diplomados cursados con el correr de los años; las tesis de maestría o doctorado; o el trabajo cotidiano; el resto, el ensayo, la novela, el cuento, el teatro, la escasa poesía, para algún fin de semana largo o en esas ocasiones estratégicas de ocio y asuetos prolongados: Navidad, Semana Santa o las vacaciones de verano.
Ese asomo de terquedad lo vino a fortalecer Adolfo cuando empezó a leer en serio y muy ufano me pidió que le regalara mi biblioteca visto que, desde esos ayeres, me lamentaba preguntándome en voz alta: ¿a dónde iría a parar tanta memoria, tanto deleite, tanto cariño, tanta inteligencia como los que guardan los libros? Conste que ni Luis, ni María, ni mis nietas, dan trazas de esos gustos. Aunque estas dos, lo admito, estén en veremos. Sobre todo Sofía, quien apenas tiene tres años y habla como pianola de la Madre Patria: con voz de pito y pisándose la lengua.
Pero vino la realidad a imponerse.
En ese afán mío perdurable es donde se aprecia con toda nitidez la mano de la fortuna —o del infortunio, según se mire—, porque llegaron las lluvias; y con las lluvias las goteras; y con las goteras la desazón rayana en el espanto, porque se me iban a mojar los libros que procelosamente guardo en el departamento. Ésa es la razón de que haya emprendido un rápido acopio de textos instalado precariamente en la mesa del comedor; total, para el méndigo Nesquik del desayuno y el yougurt de la cena, es mucha mesa (vista mi dieta no me explico mi aspecto de perro parado en dos patitas).
El grueso de la biblioteca lo custodia Adriana en su casa en su calidad de mamá del Adolfo y propietario virtual del acervo: dos muros atiborrados de volúmenes del suelo al techo; y el resto reposa en lugares disímbolos; Lola tiene un buen montón en su librero, que no suelta ni con la amenaza de desahijarme de manera voluntaria; y otros dos bonches yo: uno donde vivo y otro en la oficina.
¿A dónde nos lleva este recuento y qué relación guarda con el título de estos párrafos? Paciencia.
Continuará…
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