La carga de la yegua o de mi espíritu ecoloógico (II Parte)…por Luis Villegas
Como sea, llegó este amago de diluvio, un fin de semana empecé con el reacomodo y los libros terminaron en los libreros de la Sala (de la Sala donde trabajo se entiende, porque no hace mucho sentido andarlos llevando de la sala al comedor o del comedor a la sala visto que las goteras llagaron hasta la cocina y vivo en un área de seis por seis metros); no podía yo dejar que los pobrecitos murieran ensopados.
Huelga decir que desde que Camila se fue, la paz volvió a su alma de papel; buenas zarandeadas les dio la canalla por lo menos a don José Fuentes Mares y a Camilo José Cela (¿o era Octavio Paz?); y tenía azorrillados a Arturo Pérez Reverte y a Almudena, quienes no se atrevían a descender a la parte baja del librero; así la cuestión, no era cosa de que, librados de las fauces de una, fueran a dar con sus huesecillos de tinta al suplicio del ahogamiento. Me llevé, pues, los infaltables; y me quedé con los imprescindibles.
Resulta, como he dicho, que presa de un arrebato me deshice de los adminículos necesarios para leer vía electrónica, seguro de que mis libros quedarían a buen recaudo en la persona de Adolfo, quien por aquellos tiempos me merecía más confianza y lo miraba sólido, comprometido, lo suficiente como para hacer de él el custodio de mi herencia variopinta y literaria. Eso fue antes de que al bodoque le entrara la ventolera de la escribidera; pues, una vez que la inspiración, lo hizo su presa, se fue con viento fresco —y con otro buen montón de libros bajo el brazo— a estudiar allende estos lares, dejándome con la zozobra de qué hacer con resmas de papel con vocación de huérfano (María, cuando estaba chiquita y la protobiblioteca en su cuarto, se quejaba a voz en cuello de por qué su papá “sería tan libriento”).
Habría yo consentido, sin sucumbir, con esa pérfida realidad de no ser, repito, por el asunto de las lluvias. ¿Dónde carajos voy a meter ese librerío? Misterio. Como el niño gordo de las hamburguesas, libreros de la Sala ya llevo cuatro (bueno, uno tiene un huequito). Una alternativa sería que, como a Hércules —toda proporción guardada—, cuando me muera los hagan túmulo, me trepen y le prendan fuego; el asunto es ¿quién me va a subir? ¿Y si me les caigo? ¿Y si al primer arrimón de lumbre empiezo a chisporrotear como luz de bengala? Por no hablar de que los del Municipio se pongan sus moños de que es mucha la contaminación y hace buen rato, legalmente, a nadie incineran al aire libre y a cielo abierto.
Si a eso le suma Usted que con la computadora, los tocas, los cargadores, los celulares, los dos pares de lentes, las llaves, las plumas, los lápices bicolor, los marcatextos, el englichbuc y la novela infaltable, mi maletín pesa como el alma de un condenado… lo cierto es que tengo la espalda más chueca que Cuasimodo; y, como la yegua del corrido que canta Lorenzo de Monteclaro, avanzo rengueando y con la carga ladeada. No camino, tiro de mí.
Por eso, he decidido empezar a leer vía electrónica. Ni modo. Que se me cuezan los ojos y se me achicharren las pestañas. Todo sea por no dejar de leer, salvar un árbol y enderezar tantito el espinazo.
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