Una de las cantaletas más insistentes del Presidente ha sido, por supuesto, el combate a la corrupción; pero, ¿hasta dónde es cierto su planteamiento? Y, sobre todo: ¿qué tan eficaz resulta?
AMLO no ha sido original en lo absoluto; como se ha probado, los mexicanos conocemos el origen de esa crisis: “De acuerdo con el Latinobarómetro 2011 los mexicanos señalan a la corrupción como el problema más importante, 55% de la población la ubica como el ‘principal asunto’ que le falta a la democracia en el país. En ese tenor, la mayoría de la población (61%) afirma que ‘los que menos cumplen con la ley’ en México son ‘los ricos’, y solamente 22% de la población cree ‘que se gobierna en bien de todo el pueblo’”.1
El asunto es cómo vamos a jugar nuestras canicas; porque, si así está la cosa en México, sería bueno enterarnos de cómo está la cosa en otros países: hace unos años los habitantes de una remota región afgana oyeron un anuncio sobre un programa multimillonario para restaurar refugios en su zona (meses más tarde llegaron unas cuantas vigas por conducto de Ismail Khan, famoso señor de la guerra, miembro del gobierno afgano); del dinero prometido solo llegó un 20%; el otro 80% se dividió entre la oficina central de la ONU; una ONG subcontratada; y tres abogados, quienes se llevaron el resto. En suma, el poco dinero que llegó se utilizó para comprar comida y gran parte fue pagado al cártel de Ismail Khan a precios inflados; ese no es un incidente aislado: “Muchos estudios estiman que solamente entre el 10 o, como máximo, el 20 por ciento de la ayuda alguna vez llega a su objetivo. Existen docenas de investigaciones por fraude a oficiales locales y de la ONU por desviar dinero de las ayudas”.2
Para destacados especialistas, los principales países en vías de desarrollo, en los que la fuga de capitales se ha vuelto endémica, son: Argentina, Nigeria, Venezuela y México; donde “no es necesario probar que la adquisición de una deuda externa exorbitante no solamente financió un consumo insostenible y malos proyectos de inversión, ‘sino también, característicamente corrupción rampante’”.3
Más aún, hablando del destino de los recursos económicos, concretamente en América Latina, tenemos que, en promedio, se gastó un 35% de la deuda en importaciones suntuarias: “Tendencia mantenida en México donde, por ejemplo, la cantidad de autos de lujo importados pasó de 4,000 en 1993 a 34,000 en 1994. […] redundando todo ello en el franco enriquecimiento de importadores, comerciantes, banqueros, funcionarios mediadores, etc.”.4
En resumen: la mayoría de las “ayudas” que se brindan en el mundo no sirven para su “verdadero” objetivo; buena parte de esos recursos, y los provenientes de la deuda, se malgastan; una porción considerable de ese derroche se dilapida en actos de corrupción; y América Latina es un área que adolece de ese mal de modo singular; considerando lo anterior, ¿qué garantiza que la ayuda que México brinda a países como El Salvador u Honduras, a costa del sacrificio de millones de sus habitantes, no corra la misma suerte?
De hecho, refiriéndose a la corrupción adivine qué pueblos, de qué países, comparten idéntica preocupación en la región; si usted respondió Guatemala, El Salvador y Honduras, adivinó.5
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Luis Villegas Montes.
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