Frío que pela…por Luis Villegas Montes
Hoy estrené nuevo look. Lo cierto es que parezco tachuela, porque las alas del sombrero son del ancho de mis hombros, pero, sabiamente, apliqué aquel adagio de “andando caliente aunque se ría la gente” y sí funciona.
La verdad es que desde temprano parecía yo una adolescente en los preámbulos de su primera cita; me veía al espejo y decía: “no”, luego “sí”; me volvía a mirar y dudas existencialistas tomaban mi ánimo por asalto para recomenzar en el “no”, en una esquizoide relación conmigo mismo que me tenía los nervios dados a la trampa.
Sin embargo, luego de asomar mi naricita a la gélida intemperie de fuera de mi casa dije: “$#@&%… su madre, ahí voy”; y heme aquí, enfundado hasta las orejas de abrigo, bufanda y… sombrero.
Como luego dicen, que decía Gustavo Díaz Ordaz, aquello de que “hay derecho a ser feo pero no hay derecho a abusar”, yo voy por la vida tratando de incomodar lo menos posible al prójimo pero hay situaciones, como las de esta mañana, en que nomás no; no es cosa de que en el vestíbulo de la tercera edad, que es donde me encuentro, me vaya dar un aire colado nomás por necio. Recién bañado con agua que bien podría servir para pelar pollos, con mis caireles todavía empapados (mi mamá les diría “ricitos”), no es cosa de que al primer golpe de viento helado me dé el patatús.
O serán cosas de la edad.
Hubo una época, lo recuerdo bien, en que un montón de consejos y recomendaciones de mi mamá Lola y de mi abuela Esther me entraban por una oreja y me salían por la otra sin pena ni gloria; eso por un lado. Por el otro, encabalgado en ese yo rejego, había otro yo entre tímido, timorato y pentonto que se avergonzaba de otro montón de cosas (como cualquier otro adolescente, por lo demás) y hacía más caso de las burlas de las amistades (de las que no conservo ninguna) que de mi propio, y auténtico, yo.
A estas alturas de la vida, la opinión ajena me tiene perfectamente sin cuidado hago lo que debo, o lo que necesito hacer, y por lo demás que el mundo ruede; además, ahora me doy cuenta de que, en mucho de lo que me decían Lola y Esther, tenían razón; así que si a los dieciséis años podía echar al bote de los sinsentidos la advertencia de que no saliera a la calle así, con la cabeza mojada después de bañarme, porque me iba a resfriar, ahora me lo tomo más en serio y aquí estoy, haciéndole caso a mi madre y abuela cuarenta años después.
O serán cosas del clima.
Con esta calima, los cerros emborronados por las columnas de vapor alzándose en distintos puntos de la ciudad, la marea de una neblina baja y la lluviecita que no cesa, se antojan más el recogimiento y el abrigo, con la tórrida parafernalia propia del caso, que el alboroto y la exuberancia de la canícula.
O será solo esa nostalgia que se empieza a apoderar de uno en los prolegómenos del tradicional Guadalupe-Reyes, con la Navidad en puerta y las ausencias que empiezan a pesar en el corazón un poquito más que el año anterior, recién transcurrido el 2 de noviembre, que trata uno de calentarse el cuerpo con el secreto propósito de calentarse el alma.
Todo lo escrito, simplemente para decir que hoy, por primera vez en mi vida, me puse un sombrero y salí a la calle.
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Luis Villegas Montes.
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