En otro lado he dejado escrito que, para mí, la de leer es una aventura sin par. Merced a ella, he conocido personas (incluso ya muertas) y visitado sitios inexistentes: he estado en el Egipto de los faraones, la Roma de los césares, el Japón de los samuráis, la España prometedora de los Reyes Católicos y la oscura península del Generalísimo, la asediada Constantinopla, la Italia renacentista, la Inglaterra de la Reina Victoria, la China de Mao o la Alemania de Hitler; he surcado océanos y cruzado desiertos; he cabalgado al lado de Napoleón, de Pancho Villa, de Alejandro Magno, de beduinos —a lomo de camellos—, de apaches —montados, a pelo, en veloces mustangos— o de una horda de mongoles (y no me refiero a un grupo de diputados).
En fin, también en otro lado he hablado de la influencia decisiva de mi abuela Esther y cómo su cháchara cotidiana fue sedimentando en mí una visión de la historia de México que constituye el eje de las creencias de millones de mexicanos, llena de lugares comunes: Cuauhtémoc, víctima del “conquistador”; Miguel Hidalgo y Costilla, “Padre la Patria”; Agustín de Iturbide, traidor a México; Benito Juárez, “Benemérito de las Américas”, adalid de la República y prócer de la legalidad; Porfirio Díaz, déspota; etc.; y así llegué a los quince años.
Por esas fechas, cayó en mis manos un libro, la Breve Historia de México,1 de don José Vasconcelos, y como dejé escrito en algún sitio: “troné como chinampina. Todo lo que me había contado mi abuela […] desde la atalaya de su memoria y su condición de ex-maestra de escuela primaria en su natal Coyame, era falso o, por decir lo menos, discutible; controvertible, polémico. La revelación fue un golpe: El México que había aprendido a querer, que había comenzado a interpretar y a conocer, del que empezaba a sentirme orgulloso a través de sus mitos y héroes, se me deshizo entre los dedos”. Cada dos por tres arrojaba el libro a algún sitio, enfurruñado y dolido; luego lo retomaba y así; pues esa experiencia lo volví a vivir gracias al libro que sirve de título a estos párrafos: La Familia de Pascual Duarte.
Platicando el Adolfo y yo me preguntó si la había leído y le dije que no me acordaba (de joven leía yo hasta las leyendas que traen detrás las cajetillas de cigarros), seguramente no la había leído pues lo recordaría; total que la compré en su honor y ¡zaz! que me muero.
Considerada una de las cien mejores novelas en español del siglo XX, la novela, escrita por Camilo José Cela, es considerada como fundadora de un género y punto de encuentro de multitud de estilos.
No se la puedo contar, ¿cómo?, luego no falta quien me lo reproche, solo le puedo decir que la novela es dura; difícil de leer por las miserias que narra —miserias humanas, entiéndase—; por la crudeza con que cuenta lo que va ocurriendo en la vida de Pascual. El arranque de la novela ya debería advertirnos de por dónde van los tiros: “Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo”; y ahí se sigue.
Vaya, cómprela, léala y mírese en ese espejo triste de la condición humana; luego viene y me cuenta cómo le fue y si será cierto aquello del “pueblo bueno” (idea que algún imbécil de cabecita blanca ha intentado sembrar en el colectivo mexicano), cuando la ignorancia, el infortunio y la indigencia, campean por sus fueros.
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Luis Villegas Montes.
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1 VASCEONCELOS, José. Breve Historia de México. 22.ª edición. C.E.C.S.A. México. 1978.
2 CELA, Camilo José. La Familia de Pascual Duarte. Austral. 13.ª impresión. España. 2019.
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