Ayer, en caridad de Dios, obtuve el grado de doctor. Mi buen amigo Juan Enrique López ya va a poder, ahora sí con razón y sin faltar a la verdad, decirme “doitor”.
Después de años de afanes varios, con tres grados pendientes de obtener, el día de ayer presenté examen sobre uno de ellos y ya, por fin, se cierra una etapa de mi vida y, esperanzadoramente, se abre otra.
Me explico. Buena parte de mi vida la he ocupado en el estudio, al día de hoy, son treintaiséis años dedicados al derecho y, la verdad, ya me cansé. No sólo se trata de los fines de semana, el trabajo en la Sala resulta demandante y, por fuerza, el derecho constituye un aspecto fundamental de mi vida cotidiana. Mi día a día, de lunes a viernes, se desarrolla entre libros, leyes y códigos y siempre, siempre, hay algo nuevo que aprender; si a eso le suma usted el asunto ese de dar clases, estamos aviados. Derecho por todos lados, hasta en la sopa.
Hace meses me dije a mí mismo: “mi mismo, ¡basta!”; por ello, desde hace tres semanas curso una maestría en creación literaria y siento que me libero de un peso enorme pues este asunto de estudiar me apasiona, pero incursionar en nuevas áreas de estudio, vinculadas a otros temas, me despierta un gusto que creía perdido.
No es solo esa sensación de inauguración, no; es más que eso: es experimentar un gozo inefable pues retomo aquello otro que también ha sido un aspecto fundamental en mi vida, la lectura, desde una perspectiva novedosa, bajo la dirección de expertos que vienen a darle nuevos aires a esa experiencia tan conocida de adentrarse en la mente o en el mundo de otros.
Leer, lo he repetido hasta el cansancio, es vivir; en este punto, cito a Mario Vargas Llosa quien, durante la ceremonia de entrega del premio Nobel, dijera: “Aprender a leer es la cosa más importante que me ha pasado en la vida”. Quiero decirles que comparto cada una de esas sabias palabras: aprender a leer es la cosa más importante, más emocionante, más extraordinaria, que me ha ocurrido en la vida.
Esta maestría que recién comienza me permitirá refinar mi técnica de lectura (“no todo el que lee sabe leer”, diría Fernández de Lizardi), adquirir nuevas habilidades, desarrollar aptitudes y disfrutar, desde una óptica distinta —más sistemática y “profesional”, por decirlo de algún modo—, del galano arte de leer (para emplear la expresión de conocido libro).
La maestría es “en línea” y ésa, por supuesto, también será una experiencia interesante; a ver si de una buena vez por todas le pierdo el miedo y el susto a este negocio de empezar a hacer cosas a la distancia, vía Internet. La verdad es que yo, a través de medios electrónicos, ni al banco; total, las filas siempre constituyen una buena excusa para ponerse a leer.
Es tan cierto esto que les cuento, que ya decidí, por ejemplo, comprar un artilugio de esos para leer. Resulta que la universidad pone a disposición de los alumnos una biblioteca virtual —pues los materiales de estudio deben extraerse de ahí— y, para acceder a ella, es necesario bajar la aplicación de Kindle, que es una auténtica maravilla. No sólo puede usted leer en ella, también está a un “clic” de un increíble acervo informativo; nada más le “pica” usted al nombre propio o a la palabra, para que le brinde de inmediato la respectiva biografía del personaje o la etimología del vocablo; yo, que me había resistido con todas mis fuerzas debí dar mi brazo a torcer y proceder, feliz, a maravillarme. Espero con ansias diciembre para ir a comprar mi aparatito.
Finalmente, el que la casa de estudios que me brinda esta oportunidad sea la Universidad de Salamanca, no constituye un motivo menor de satisfacción; y sí, aunque bien sé que lo “que natura no da, Salamanca no presta”, la verdad es que me voy a zambullir en ese mar para darme un chapuzón; después de todo, ¿qué podría salir mal?
Concluyo: con los párrafos anteriores sólo quise externar esta alegría —y hacerlos partícipes, queridos quince o dieciséis lectores— que la vida me brinda merced al estudio; y decirles que este nuevo reto lo afronto con el ánimo entero y el corazón henchido de dulces expectativas. Gracias, Dios mío.
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Luis Villegas Montes.
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