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Don Hector…por Luis Villegas Montes

DON HÉCTOR. 

 

Ya escrita —y enviada— la reflexión de esta semana, debí terminar con ese quehacer y trabajar estos párrafos a la carrera. El lunes, se murió don Héctor Granados. Antes de entrar en materia, permítanme una digresión: muchos conocidos, empezando por él mismo, solían hacer referencia a su persona como “El Chato Granados”; quien lo conoció, entiende de sobra la razón del apelativo; como sea, yo jamás pude con eso y siempre que tuve ocasión de charlar con él, le di ese tratamiento. Lo merecía. 

 

Don Héctor, como pocos, tuvo una vida borrascosa, turbulenta a veces, pero sin duda luminosa, plena, satisfactoria, entera; mucho vivió el viejo y varios libros de memorias se podrían escribir a partir de sus vivencias, yo escuché algunas, me reí en todas. Ocurrente, dicharachero, agudo, a pesar de haber recorrido mucho mundo —literal y metafóricamente hablando—, Camargo, su terruño, fue su patria; ahí empezó a vivir y ahí siguió viviendo hasta el día de su muerte, porque Camargo nunca salió de su mente ni de su corazón; y era Camargo, por fuerza, el universo en que transcurrían la inmensa mayoría de sus relatos e historias. 

 

¿Cuánto hace que lo conocí? No me acuerdo, muchos años ha, sin duda; si mal no recuerdo, fue cuando empecé a frecuentar a su hijo Héctor —uno de mis mejores amigos y mejor conocido como “La Tortuga”, apodo que, según la opinión de alguno, no tiene que ver con esa mole de carne que tiene por espalda, ni ese caminar lento y penoso, ni esa cabezota pelona de quelonio, sino en hábitos de sueño poco edificantes—. Como sea, allá por los noventas, Héctor y yo empezamos con una tradición que continúa al día de hoy: la de ver el Superbowl juntos en compañía de variada fauna que crece y decrece a tumbos. Ahí empecé a frecuentar a don Héctor y siempre fue ocasión para reírnos con alguna de sus anécdotas o de ponernos serios, si la ocasión lo ameritaba. 

 

Este año, como no podía ser de otro modo, lo vimos juntos —carajo, quién nos iba a decir que sería el último—. Fue Héctor por su papá y llegaron casi al arranque del partido; lo comento porque hace unos días, recordándolo, La Tortuga me contó que no estaba muy seguro de ir por él; ya saben, el ominoso COVID. Indignado, don Héctor le reprochó a su vástago ese titubeo: “Ahí de ti si no hubieras venido por mí”, lo sentenció; la vida, le dijo, no es asunto de durar, es asunto de vivir. Y sí. 

 

Plena de sinsabores, de desencuentros, de fracasos, de frustraciones como es, la vida también nos brinda la benigna ocasión de júbilos, de sueños, de éxitos, de esperanzas, de abrazos; el domingo antepasado —por no ir más lejos y aunque ya no estoy para esos trotes— llevé a mis nietas a un parque a volar papalotes, que sirvan para algo estos desapacibles ventarrones. 

 

A lo largo de este más de medio siglo se me han muerto muchos seres queridos; no los menciono por temor de olvidar algún nombre e, indignado, el omitido venga a reprochármelo y a jalarme las patas por la noche, pero lo cierto es que cada ausencia enciende una lucecita en el alma; se van diluyendo los malos recuerdos, los tragos amargos y solo quedan los buenos momentos: la ternura a destiempo, la caricia gratuita, la carcajada súbita, el anhelado beso, la compañía oportuna.  

 

En ese tiovivo que es la vida, entonces, del que uno no sabe cuándo va a bajarse, ni cómo, ni dónde, lo mejor es jalar aire y disfrutar el trayecto mientras dure. No cerrar los ojos y mantenerlos abiertos, abiertos, bebiéndose los colores por los ojos como se bebe el aire; sintiendo en cada poro cada ráfaga de viento; y paladeando cada instante, como se revienta una cereza entre los dientes o se muerde un buen trozo de chocolate. 

 

Creo que don Héctor tuvo una vida así; por lo menos, se resistió al declive del ánimo —el único alambre que nos mantiene erguidos y enteros—; luchó contra esa amenaza, ¿o tentación?, tan frecuente en la vejez: la de morirse antes de tiempo; y se fue tranquilo y sin sobresaltos, como deben irse los hombres y las mujeres de bien. 

 

Descanse en paz, don Héctor, un abrazo hasta donde esté. En el próximo Superbowl, si Dios quiere, he de beberme una cerveza a su salud, acompañada de un buen trago de mezcal. ¡Qué le vamos a hacer! 

 

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Luis Villegas Montes. 

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