Home » Destacados » Nepantla (I de II partes)…por Luis Villegas

Nepantla (I de II partes)…por Luis Villegas

Mi desaparición súbita de la pantalla de mis lectores y lectoras obedece a una razón muy simple: Estuve nepantla. Sí, lo sé: “Estuve nepantla” suena así como a estar en un beatífico estado de embeleso a partir de la copiosa ingestión de pulque, pero lo cierto es que no quiere decir eso. “Nepantla” es un término náhuatl que significa “en medio”, “estar entre dos mundos”. Esta expresión fue utilizada por los indígenas tras la colonización española, para expresar ese estado de estupor de hallarse entre las viejas y las nuevas creencias.[1] Lo anterior, quiere decir, ya en cristiano, que cada vez que me instalaba detrás del ordenador para intentar escribir unas líneas, cruzaba con toda su ominosa presencia el resultado del pasado 4 de diciembre en las internas del PAN; ahí nomás se me nublaba el entendimiento; que no es mucho, pero sí muy dado a cargarse de nubarrones de tempestad y pues, así a ciegas, es muy difícil enristrar la pluma, aunque sea metafóricamente hablando.

 Total, anduve entre penumbras por casi una semana hasta la tarde del viernes en que me di cuenta que ya debía empezar a despedirme de esta hermosa ciudad de México, Distrito Federal, y procedí en consecuencia, de tal suerte que no he salido del teatro (o séase, sigo en penumbras, pero de ánimo más repuestito): “Rain Man”, “Los Monólogos de la Vagina” -que vaya usted a saber la extraña razón, pero que no había visto-, “El Coleccionista”, “Un Dios Salvaje”, entre otras más. Pues el domingo me fui a ver: “El Juicio de Hidalgo”.

 La crítica dice maravillas… me vale. Ya en anteriores ocasiones he afirmado que los críticos de cine o teatro y yo no hacemos buena química y casi nunca estamos de acuerdo, esta vez no fue la excepción. Cierto que el elenco en sí es espectacular y su sola presencia bien vale las casi dos horas de tortura: Angélica Aragón, Eduardo Santamarina, Juan Ignacio Aranda, Manuel Ojeda, Roberto D’Amico, Roberto Sosa y… Jorge Ortiz de Pinedo; pero la trama, ¡Ay! ¡La trama!

 El autor y director, Miguel Sabido, en otros órdenes un exitoso hombre de teatro, pretende vendernos una visión de Hidalgo,… ¿cómo le diré?, una versión de Hidalgo remasterizada. En lo medular sigue igual a como lo conocemos desde chiquitos: Calvo, bien plantado, vestido de negro (de levita y fajín púrpura -no se lo vaya usted a imaginar en pants, de cachucha, con una cadenota de oro y tenis Nike-) e inspirado por nobles ideales. En esta puesta en escena ya se admite que le gustaba el traguito, que tuvo cuatro hijos, que fue el directamente responsable de una espantosa matanza de españoles en la Alhóndiga de Granaditas y que al final de sus días surgió un conflicto irreconciliable entre él y el otro prócer, Ignacio Allende. Excepto por esas tres o cuatro verdades recién aceptadas en el colectivo nacional sobre la controversial personalidad del cura que, todo sea dicho, salió bastante vaguito, la versión es la misma de hace 20, 30 o 50 años. ¿Cómo andarán las cosas, que el encargado de remontarnos hacia el pasado y explicar los orígenes de nuestra mexicanidad es un “indígena moderno”? Así lo dice la hoja de reparto: “Indígena moderno: Roberto Sosa” (interpretado magistralmente por cierto).

 A ver: ¿Cómo carajos les sirve de interlocutor de la historia patria, a más de noventa millones de mexicanos, un “indígena moderno”? Con todo el respeto que me merecen los millones de compatriotas pertenecientes a alguna de las distintas etnias que pueblan la República, pero lo cierto es que la mexicanidad, como tal, es producto de una mezcla, de una mixtura de talantes, de idiosincrasias, de historias, de anhelos, de creencias. Lo “mexicano” no es indígena ni es español. Por pura lógica, por sentido común, si fuera de otro modo sería cualquier cosa, menos mexicano. Conste que a mí no me queda mucho andar diciendo estas cosas, con la facha de Juan Diego que me cargo (Dice Adriana que, recién salido del baño, parezco perro parado de patitas).

 Y aunque ya las he citado en otro contexto,[2] me referiré a las palabras que en la inauguración del Museo Nacional de Antropología e Historia, vertió el entonces Presidente Adolfo López Mateos: “El pueblo mexicano levanta este monumento en honor de las admirables culturas que florecieron durante la era Precolombina en regiones que son, ahora, territorio de la República. Frente a los testimonios de aquellas culturas el México de hoy rinde homenaje al México indígena en cuyo ejemplo reconoce características de su originalidad nacional”.[3] O a aquellas otras, contenidas en una placa instalada en la Plaza de las Tres Culturas: “No fue triunfo ni derrota. Fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy”.[4]

 En síntesis, este Hidalgo sigue tan vacío como los otros hidalgos, los de las estampitas de a dos pesos que compraba yo para los trabajos escolares en mi lejana niñez; tan hueco como el Hidalgo que mi abuelita Esther se empeñó en inculcarme en los entretelones del hogar de mi infancia -al calor de un calentón de petróleo que hacía lo que muchos políticos: Servía para poco, pero, ¡Ah! ¡Cómo tiznaba!-: Ese viejito bonachón, valiente a carta cabal y sin cuarteaduras morales de ningún tipo; sin cola que le pisaran, pues.

 Ahora, la versión de Sabido recupera a un Hidalgo un poco más humano, sí, pero igual de inmaculado en sus motivaciones, casi un indio blanco y no. No, no, no, no, Hidalgo fue, en todo, un criollo de su época, no esa especie de híbrido entre lo indio y lo español. Hablaba náhuatl, tarasco y otomí, sí, y también español y francés, por lo que tradujo varias obras de Moliere y Racine; leía, en su lengua, a Montesquieu, Voltaire y Rousseau.

 Continuará….    Luis Villegas Montes.         luvimo6608@gmail.com


Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *