6 de enero de 2010…por Luis Villegas
Como que celebrar el 6 de enero no es lo mío. Lo mío, con lo que crecí (no mucho), es la noche del 24 de diciembre: La conmemoración del nacimiento del niño Jesús; y lo digo así porque Santa no es santo de mi devoción; quizá hasta medio gordo me caiga -dicho sin eufemismos ni ánimo de ofenderlo-. En cambio, por los Reyes Magos siento una benevolente simpatía.
Por cierto, no puedo resistirme a contarles lo siguiente: Llega un joven, recién egresado de una de nuestras flamantes escuelas de nivel medio superior -públicas o privadas, da igual-, a la entrevista para ingresar a la Universidad -pública o privada, es lo mismo-, el entrevistador le pregunta: “¿Sabe usted cuáles son los rayos catódicos?”; a lo que el joven responde como de rayo: “¡Cómo no! Los rayos catódicos son Fernando e Isabel”. Sorprendido por la respuesta, el entrevistador arquea una ceja a la María Félix y le pregunta: “Si los rayos catódicos son Fernando e Isabel, entonces ¿quiénes son los reyes católicos?”; “¡Ah! Ésa está fácil”, responde el joven con seguridad de político en campaña: “Los reyes católicos son tres: Melchor, Gaspar y Baltasar”. Sin salir de su asombro, el entrevistador le vuelve a preguntar: “Si esos son los reyes católicos, entonces ¿cuáles son los Reyes Magos?”; a lo que el joven titubea, traga saliva y le dice en voz bajita: “Se lo voy a decir na’más porque es requisito para entrar a la universidad pero prométame que va a guardar el secreto”; “Se lo prometo”, responde el entrevistador en un susurro. “¿Sabe usted? -continúa el joven en voz todavía más baja y a punto de echarse a llorar-: Los Reyes Magos no existen”. Quien me lo contó dice que es anécdota… yo le creo, visto el sistema educativo.
Pero, ¡bueno!, a lo que iba: Como dice el refrán: “A donde fueres, haz lo que vieres” y dado que todavía estoy en la ciudad de México y aquí todo mundo festeja el “Día de Reyes” con bombo y platillo, pues fui y me di mi regalito. Llevaba yo algunos meses sin leer en español, sólo novelas en inglés; aparte de que ya me estoy quedando bizco del esfuerzo, no percibo muchos avances; el pobre diccionario está más manoseado que el mapa de la ciudad de un taxista y yo no salgo del “you”, “me”, “dog”, “walk”, “do”, “be”, etc. Complíqueme usted la frase un poquito y me quedo como venado lampareado y con cara de ¿Juat? Tomo, por poner un caso, un ejemplo del uso de la palabra “welter” del Merriam Webster Dictionary, leo: “No wonder you weltered about for years in depression, addiction, serial unemployment, fragmentation, futility”[1] y me echo a llorar.
Así que para descansar de tanta aflicción y desesperanza -y de estos mis ojos colorados como ojitos de conejo-, fui y me compré, de “Reyes”, cuatro libros: “El Sueño del Celta”,[2] del recién galardonado Mario Vargas Llosa; “La Caída de los Gigantes”,[3] de Ken Follet; “El Cementerio de Praga”,[4] del italiano Umberto Eco; y “Puedo explicarlo Todo”,[5] de Xavier Velasco. A todos los he leído en el pasado; unos más, otros menos, todos me gustan.
De ellos, a quien leí primero en el tiempo fue a Mario Vargas Llosa. Recuerdo muy bien el título del libro: “La Tía Julia y el Escribidor”; la novela es muy, muy divertida; y narra, novelándolo, un acontecimiento autobiográfico del autor: Su pasión, que concluyó en matrimonio -y luego en divorcio-, por una tía política suya, mayor que él 14 años. Por aquel entonces no leía yo autores latinoamericanos, excepto José Rubén Romero (“Pito Pérez”, “Rosenda”, etc.) y Jorge Ibargüengoitia (“Estas Ruinas que Ves”, “Los Relámpagos de Agosto”, “Los Pasos de López”, “Las Muertas” etc.); a partir de entonces empecé a leer a Gabriel García Márquez, a Mario Benedetti, a Octavio Paz, a Jorge Luis Borges (¿si dije bien?), por lo que Vargas Llosa fue una auténtica revelación; luego vendrían, aunque no en ese orden, “Pantaleón y las Visitadoras”, “¿Quién mató a Palomino Molero?”, “Historia de Mayta” (novela que me prestó, me recomendó, me regaló o le robé a mi compadre Puente y me lo recuerda de modo indefectible), “Los Cuadernos de don Rigoberto”, la celebrada “La Ciudad y los Perros” (que no me gustó) y mi predilecta: “La Guerra del Fin del Mundo”, entre otras. Vargas Llosa es un autor entrañable porque me ha acompañado a lo largo de las décadas y me hace amar más a lo latinoamericano pues me permite entenderlo.
Después, sé que leí a Ken Follet; “La Clave está en Rebeca” fue el primer libro que leí de él; en algún lado debe estar todavía el ejemplar cubierto de polvo y sin abrir desde hace por lo menos 25 años. Luego, con el correr de los años vendrían otros más: “El Escándalo Modigliani”, “Triple”, “El Tercer Gemelo”, “Las Alas del Águila” y, ¡ay!, “El Hombre de San Petersburgo”; sin embargo, fueron las últimas dos novelas que leí de él, “Los Pilares de la Tierra” y “Un Mundo sin Fin”, las que me hicieron revalorizarlo; estas dos obras son fantásticas, inteligentes, documentadas y bien escritas, nos permiten adentrarnos con paso firme en el Medievo inglés. Las dos eran mis favoritas, hasta ahora, en que empecé “La Caída de los Gigantes” y me parece maravillosa, casi adictiva. Con una trama apasionante que se entrevera con acontecimientos reales previos y concomitantes al estallido de la I Guerra Mundial, Follet nos lleva de la mano por los acontecimientos que ocupan casi una década, a través de personajes memorables tan bien trazados que, todavía en la página 303 (de 1017), espero sinceramente que la Guerra no estalle y, si ocurre, que ni Alemania ni Inglaterra tomen parte en el conflicto bélico por el bien de millones de seres humanos. De algún modo, la obra me recuerda “Guerra y Paz” de León Tolstói.
A Umberto Eco me acerqué, ¡cómo no!, con “El Nombre de la Rosa”; ilusionado, leí después “El péndulo de Foucault” y no me defraudó; de hecho, ésa es la novela de Eco que más me gusta. A partir de ahí, sólo desencantos: “La Misteriosa Llama de la Reina Loana”, “Baudolino” y “La Isla del Día de Antes”, me parecieron confusos, tediosos e insulsos; por eso, “El Cementerio de Praga” constituye un agradable enigma pendiente de ser resuelto. En realidad, todos los libros lo son; ninguno, excepto la Biblia quizá, tiene La Respuesta; pero todos cuentan con pistas, claves e indicios, a través de los cuales empezamos a conocer mejor cuanto nos rodea y a nosotros mismos. Los libros nos reflejan, nos revelan y a veces nos alumbran. Leer, pues, no es ocasión de ocio, es también emprender una búsqueda de sí mismo; y un intento por descifrar el mundo que nos circunda. En este caso, “El Cementerio de Praga” viene con una excelente crítica, ya le contaré yo.
Por último, veremos cómo nos va con “Puedo explicarlo Todo”, de Xavier Velasco. Las últimas dos obras que he leído de él son decepcionantes: “El materialismo histérico” y “Este que ves”; si lo compré fue porque la primera novela que leí de él, “Diablo Guardián”, ganadora del premio Alfaguara de Novela 2003, es un relato extraordinario, vibrante, vigoroso, reflexivo y original. No obstante, como decía Jenny Curran, la mamá de Forrest Gump: “La vida es como una caja de chocolates: Nunca sabes qué te va a tocar”. Así son los libros.
Luis Villegas Montes. luvimo6608@gmail.com
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