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Los quince años de María…por Luis Villegas

Hay días de la vida de uno que se pierden sin dejar rastros.

No voy a entrar en detalles para no incomodar a propios o extraños porque luego resulta que la fecha aquélla, tan memorable, nos pasó de noche. Sin embargo, de los varios días que conservo en la memoria, pocos en realidad, hay uno en especial: El 10 de mayo de 1996. Adriana estaba embarazada de ocho meses y, sin ser propiamente mamá, estaba definitivamente en vías de serlo. Por razones obvias, las invité a comer a ella y a Lola, mi mamá. Huelga decir que durante toda la comida, ensalada, espagueti y pizza, en Pizza del Rey Universidad (y conste que no tengo ningún acuerdo con Juan Blanco), la charla giró en torno al esperado y casi inminente alumbramiento.

Ya para entonces sabíamos un montón de cosas; las dos más importantes: Que iba a ser niña y que se iba a llamar María Fernanda. Yo siempre quise saber de manera anticipada el sexo de mi hijo o hija; el nacimiento de cualquier bebé es un milagro y un misterio suficiente, por lo que no hallo razón para mecerse en la incertidumbre hasta el parto. Nos va a faltar vida para resolver ese acertijo.

Así que ese día esperábamos a nuestra hija, sabedores por lo menos de cómo habría de llamarse y de la fecha tentativa de su nacimiento. Menos de un mes después, el ocho de junio para ser exactos, nació una bolita de carne y berridos que hoy, justamente hoy, cumplió 15 años.

Yo encuentro a María exactamente idéntica a los días previos -hermosa, por supuesto-; no obstante, no deseo destacar ese hecho en particular; a lo que me refiero es a que la hallo exactamente igual a como la vi el martes, el lunes o el miércoles de la semana pasada; la miro y la remiro, y me imagino que siempre va a ser así, una persona ajena a mí y sin embargo, más mía que cualquier otra persona o ser que pueda imaginar. Un hijo es lo más propio y lo más ajeno que sea posible concebir; son, molécula a molécula, íntima parte nuestra, producto de nuestros genes; y sin embargo, almas y anhelos (la pasta de los sueños y de nuestra individualidad), con vida y aliento propios.

La observo, pues, y creo que el tiempo no ha transcurrido; que desde hace 15 años ella ha estado ahí y, más aún, sé que desde siempre lo estuvo-. Yo siempre quise una niña. Y es ésta y se llama María.

Ahora, cosas de la edad, se ha posesionado de la casa; se quema las neuronas hablando por celular a todas horas; se pinta y se despinta las uñas con una frecuencia insólita que me hace pensar que tiene más de cinco dedos en cada mano y en cada pie; chatea como loca -el Facebook es parte importante de su biografía-; espejos, rímeles, sombras, peines, cremas, estuches y broches desaparecen de cualquier sitio para ir a aparecer en sus cajones; bebe zumos de zanahoria (que yo le hago) para broncearse sin riesgos; olvida olímpicamente a Florencia, ella, que me la pidió como si le fuera la vida en ello cuando tenía ocho años; y es en el firmamento del hogar una especie de sol en donde todos los demás oficiamos en calidad de algo así como planetas girando en torno suyo, todos menos Adolfo, quien es una especie de satélite… artificial.

Para estas fechas, ya me perdonó ese otro día, justos dos años después, el 10 de mayo de 1998, en trance de venir Adolfo al Mundo, en que llegué a la mesa del restaurante solo; me senté y la pregunta fulminante no se hizo esperar: “¿Dónde está la niña?”. El pánico puso alas en mis pies y me regresé como de rayo a sacarla del asiento de atrás donde la olvidé sin remedio, para encontrarla hecha un mar de lágrimas. Lo que ha motivado, por cierto, que hasta la fecha, no pueda decir yo: “Ahí vengo, me voy a llevar a los niños”, porque una mirada rencorosa cargada de sospechas y reproches sube a los ojos de Adriana.

Yo por mi parte, ya le perdoné el quebradero de cabeza estéril para buscarle nombre que, ahora, quedó en un mutilado “Mafer” y ni modo.

Pues bien, esta María, esta quinceañera, que por las razones propias de la edad y de su condición de joven fémina no tiene claro qué quiere ni qué va a hacer con su vida -conozco a muchas que a los treinta y cinco continúan haciendo uso de este discutible privilegio-, sí tiene muy claro, en cambio, qué no quiere. Y en el dilema tradicional de viaje o jolgorio, sabiamente y para tranquilidad de su mamá y la mía, dijo que no, que baile no, y se decidió por el viaje.

A dónde vamos y a qué escapa al propósito de estos párrafos; baste saber que por un pelo, a Dios gracias, nos libramos del asunto del vestido, el pastel, el vals y los cadetes en las escaleras, prietos y sudados, con los espadines en alto y gorros de escobitas paradas color rojo quemado.

Yo contra los festejos de quince años no tengo nada, no vaya a ser que me prive de alguna futura invitación a consecuencia de estas líneas, pero, de veras, ya me veía yo protagonizando los párrafos de los “Quince Años de Espergencia” -canción del entrañable Chava Flores-, buscando una casa de sala grande y haciendo el casting para los chambelanes y las damas de honor. Ya me figuraba, de etiqueta, huarache y mechón; y regando la polilla por todo el salón.

Sudé frío mientras escuchaba el veredicto de María y respiré con ánimo gozoso al escuchar sus palabras cargadas de venturosas premoniciones: “Viaje”. Y todos soltamos un suspiro de alivio.

Sirvan estas líneas para externarle mi amor infinito y para desearle ventura y felicidad sin cuento. Porque sólo una vez se cumplen quince años y, además, vamos a tener ocasión de legítimo júbilo y no de dudosa celebración enfundada, ella, en un vestido de escarolas color uva y yo, en un traje dos tallas más chico, con una corbata que me quede apenas encima de la barriga y un injustificado semblante de satisfacción. ¡Felicidades, María! ¡Felicidades, mi amor!

Luis Villegas Montes.

luvimo6608@gmail.com

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