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De amarillo…Por Luis Villegas Montes

DE AMARILLO.

 Es impensable que yo inicie viaje alguno sin una buena dotación de libros, así que fui a comprar qué leer. Dice el afamado tango que cien años no es nada, pues yo sé, por probada experiencia, que 3 libros son menos (en número) y ése era mi exiguo bagaje cultural. Tres libros que me llegaron de la pródiga mano de la amistad: “Padres fuertes, hijas felices”,[1] al que ya he hecho referencia en ocasión previa y del que está pendiente una reflexión; “Yo no vengo a decir un discurso”, de Gabriel García Márquez,[2] que debía leer pero que no iba a comprar; y “Los cuadernos de Maya”, de Isabel Allende.[3] Fue una delicia, sobre todo el último, aunque el primero haya sido una revelación y el segundo una leve decepción. Los devoré casi de una sentada, así que me hubiera quedado sin nada qué leer, pero me conozco bien y estaba prevenido.

 Estaba prevenido para casi todo, menos para Almudena Grandes. Seguido me doy vueltas por las librerías de segunda. Encuentra uno auténticas joyas a precios de ganga y así fue. Ahí estaba, esperándome, “Castillos de Cartón”,[4] a sólo 34 pesos. Lo abrí y empecé, al leerlo, a sumergirme en un mundo insólito que de golpe, me devolvió a mis veinte años y no porque haya vivido algo ni remotamente similar a los avatares de la protagonista, no; sino porque la poesía, al igual que la música, tiene la cualidad de transportarnos a otros espacios, a otros mundos, alguna vez habitados o no por nosotros, pero mundos posibles al fin. Posibles en la medida en que nos circundan, nos cobijan, nos desnudan o nos habitan a su vez. Así fue ese libro para mí pues me llevó de la mano a otra era, ni mejor ni peor que ésta, de la que sólo sé que era joven, muy joven, demasiado joven, en la que vivía sin saber que vivía y acaso, de alguna manera, era feliz sin comprenderlo del todo: “Uno no vive su época, por ejemplo, este siglo; no lo vive conscientemente, más bien señala las transiciones sin darse cuenta”; escribe Sándor Márai.

 Cuenta García Márquez que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es  el color de los enamorados. Luego se pregunta: “¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cereza que sabe a beso?”.[5] (Ayer, María me hablaba de tardes “que huelen a lluvia”). Y pues no, leyendo a Almudena Grandes y recordando mi propia historia sé que no. Que el amarillo no es color para enamorados; podrá ser el blanco de la inocencia, el cárdeno de la pasión, el violeta de la concupiscencia, el naranja de la risa alegre y fácil, pero no el amarillo. El amarillo es el color para pintar nuestra biografía y sirve para teñir los recuerdos. Amarillos los versos de Bécquer, los poemas de García Lorca, algunas letras de Benedetti, las páginas de Sándor Márai; amarillo el color con el que escribe Grandes. El amarillo no les resta un adarme a su grandeza, pero los sitúa para siempre y en definitiva en el País de la melancolía; ese lugar del que uno no sabe bien a bien qué añora pero lo padece como si sí lo supiera y en ocasiones, en un descuido del alma, hasta lo llora y se lamenta.

 ¡Cómo andarán las cosas, que ocurrió lo inimaginable! Le cuento: Resulta que en ésas andaba y vi un CD que -hasta penita me da confesarlo- llamó mi atención… ¡Híjole! Ni modo, ahí va… era un CD de Lucía Méndez. Si no me cree, le digo su título: “Canciones de Amor”, se grabó en 2006, la productora fue Sony y la canción de la que le quiero platicar: “Juntos por costumbre”. Claro que podría escribir otras 2 o 3 reflexiones a partir de algunos de los otros títulos: “Don Corazón”, “Corazón de piedra”, “Atada a nada”, “Culpable o inocente”, pero eso me pone en el límite de ir a buscar la Gillette… mejor ahí lo dejamos. La compra del disco fue un trámite casi irresistible porque recordar los nebulosos ayeres por méndigos 25 pesos es carne sin hueso. Yo soy de los que odia ir a llorar al cine porque bastantes tarugadas le ocurren a uno en su vida cotidiana como para todavía ir a pagar 50 pesos por ir a sufrir de prestado o a que se le atoren las palomitas ¡y todavía pagando! Pero ensimismarse en el caliginoso pasado de uno y removerse las costras del alma por 25 pesos es una ganga, mírelo por donde lo mire. Y si va a doler, de perdida que le salga barato: “Vámonos queriendo para siempre; porque así dura más y cuesta menos”; escribe Paco Ignacio Taibo II. Claro que no lloré. Dicen que los hombres no deben llorar -como bien nos enseñó King Clave a los varones de nuestra generación que no cantábamos en inglés pues no entendíamos ni “j”- y no lloré, ¡Ah, pero cómo sufrí! Pero sufrí rico. De ese padecer que casi ni duele y más bien se saborea. Como iban Adriana, María y Adolfo, pues ni sufrimiento fue, apenas sí un mojar la patita en el estanque amarillo del que ya hablaba.

 Dice la mentada canción, entre otras cosas: “Sólo los locos se atreven a amar sin obstáculos/nunca le cortan las alas al corazón/no se plantean que pueden hacer el ridículo/viven del aire sin miedo con ilusión/Sólo los locos confunden el sueño y la realidad/no les preocupa el ayer ni la eternidad/mientras nosotros tan cuerdos con tantos escrúpulos/vamos jugando a querernos y no es verdad”. Pese a todo, en un atisbo de dignidad, no voy a ser yo quien defienda las aptitudes interpretativas de Lucía Méndez. No cantaba, no canta y no va a cantar nunca (menos ahora con la naricita que le dejaron que, con el cuento de que todo está interconectado en la garganta, debe estar respirando por las orejas, así que, de voz, nada), pero, ¡ah!, qué intenso cuando se arranca con aquello de: “Y estamos juntos por la costumbre/di la verdad, necesito que empieces a hablar/y no temas a mi me da igual, sobre todo después de aceptar/que estamos juntos por la costumbre/Contéstame, donde fue la pasión que una vez/nos hacía soñar y correr […]”.

 Así que en realidad, con esa ida a las segundas, no estaba comprando un libro ni un CD, estaba comprando un pedacito de nostalgia. Un billete a esta tierra tristemente alegre, de mates, ocres y sepias. De imposibles deseables, anhelos postergados y sueños pendientes de cumplir. ¿A quién le hace falta la máquina del tiempo de H. G. Wells para viajar a lo imposible de imaginar? ¿O quien necesita la capacidad olfativa admirable de Jean-Baptiste Grenouille  (imaginado por Patrick Süskind) para asir la esencia de las cosas? ¿A qué descender al Hado en pos de oscuros deseos (como Eneas o Dante), si bastan exactamente 59 pesos para dejar de ser uno, un tantito no más, y despojarse del lastre de nuestros días unos instantes, para ser otro, inacabadamente perfecto y con el optimismo intacto, exactamente igual a cuando éramos jóvenes?

 Luis Villegas Montes.       luvimo6608@gmail.com


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