Mar de dudas…por Luis Villegas Montes
Medité mucho sobre el contenido de este correo; una semana, más o menos, para determinar su contenido. Tantas eran las cosas respecto de las cuales podía escribir: Tantas las alegrías, los desengaños, las satisfacciones, los sinsabores, los retos, las frustraciones y los pequeños éxitos ocurridos en lapso tan breve y que recién concluyó el día de ayer. Tras pensarlo seriamente, pues, decidí un solo tema como eje principal de estos párrafos: Aquí va.
Estuve en la ciudad de México. A qué fui, es asunto complejo y rebuscado; vi a un montón de gente y compré un montón de libros; esa gente y esos libros merecerían, merecen, una mención aparte, prolija y detallada, la obvio hasta ocasión más propicia. El asunto es que, con las noches libres, la ida al teatro era visita obligada y fui; y me deleité con una obra que está por venir a nuestras tierras: “Tiro de Gracia”, con Juan Carlos Colombo y Adal Ramones.
Ya lo he dicho: Adal Ramones no me gusta como conductor de TV; pero el actor es distinto y esta ocasión no fue la excepción. La obra, de Sergio Zurita, bajo su dirección, es una delicia. No es cosa de contar la trama, no obstante, la reseña dice de la puesta en escena que Adal Ramones “aborda un personaje complejo, al cómico Manuel Raigal, cuya trágica muerte lo enfrenta en el más allá con un compañero de profesión, Elías ‘El pivote’ Lucena, interpretado por Juan Carlos Colombo, con quien tiene cuentas pendientes y lo lleva a enfrentar las consecuencias de sus actos. Es una sátira que poco tiene de sencilla y donde Colombo le brinda una magnífica réplica al también conductor de televisión”;[1] de lo afirmado en la reseña no estoy de acuerdo con la última parte del párrafo. Juan Carlos Colombo no le brinda una magnifica replica al también afamado conductor de televisión, en lo absoluto; simplemente actúa; y actúa de manera soberbia además, sin desmerecer un ápice frente a su compañero de escenario.
De la obra, que me gustó muchísimo, me quedo con un dialogo en particular. Le pregunta Manuel a Elías: “¿Y tú qué querías tener, hijo o hija?”. “Un hijo”; responde Elías -quien murió sin descendencia-. “¿Para qué?”; insiste Manuel. “Para enseñarle todo. Para engañar a la muerte”; le responde Elías y le acaricia con la mano el rostro.
Ahí nomás, un estremecimiento me cimbró de pies a cabeza. Pensé en mis hijos; me pregunté de manera súbita si a ellos, sobre todo a ellos, “le he enseñado todo” y si, en efecto, la paternidad es un intento de engañar a la muerte. Luego, con la cabeza fría y el corazón en calma; me dije que no; que quizá eso quisiera uno: “Enseñarles todo”. Poderles revelar el mundo y ahorrarles los descalabros que la vida brinda.
Hace muchos años, Herman Hesse escribió un libro maravilloso: “Siddharta”; en él, el protagonista, Siddharta, se lamenta ante su amigo Vasudeva de la relación con su hijo; luego mantienen este diálogo:
“-Llévale a la ciudad, a casa de su madre. Allá todavía estarán los criados; déjale con ellos. Y si no los hay, condúcelo a casa de un profesor, no por lo que le pueda enseñar, sino para que se halle junto a otros chicos y chicas de su edad, en ese mundo que es el suyo. ¿Nunca lo pensaste?
-Tú lees en mi corazón -repuso Siddharta-. A menudo lo pensé. Pero oye, ¿cómo puedo trasladarlo a ese mundo, si tiene débil el corazón? ¿No se volverá disoluto, no se perderá entre los placeres y el poder? ¿No repetirá los errores de su padre? ¿No se hundirá para siempre en el sansara?
La sonrisa del barquero se iluminó. Suavemente oprimió el brazo de Siddharta y declaró:
– ¡Pregunta al río, amigo! ¡Escucha su risa! ¿Realmente crees que has cometido tú esas necedades para ahorrárselas a tu hijo? ¿Acaso puedes protegerlo contra el sansara? ¿Y cómo? ¿Con la doctrina, con oraciones, advertencias? Amigo, ¿has olvidado totalmente aquella historia, la del hijo de un brahmán, llamado Siddharta, que me contaste aquí mismo? ¿Quién ha protegido del sansara al samana Siddharta? ¿Quién del pecado, de la codicia, de la necedad? ¿Le pudo custodiar la piedad de su padre, las advertencias de los profesores, sus propios conocimientos, su propia búsqueda? ¿Qué padre o qué profesor han conseguido evitar que él mismo viva la vida, se ensucie con la existencia, se cargue de culpabilidad, beba el brebaje amargo, encuentre su camino? Amigo, ¿acaso crees que ese camino se lo podías ahorrar a alguien? ¿Quizás a tu hijo, porque le amas y desearías ahorrarle penas, dolor y desilusiones? Aunque te murieras diez veces por él, no conseguirías apartarle lo más mínimo de su destino”.
Nada impedirá que los propios hijos vivan su propia vida y cometan sus propios errores; nada puede protegerlos del sansara. Nadie, del pecado, de la codicia ni de la necedad; nadie podrá custodiarlos con su piedad, ni bastarán las advertencias de los profesores, ni los propios conocimientos; nadie conseguirá evitar que cada uno viva la vida, ensucie su existencia tal vez, se cargue de culpabilidad, beba el brebaje amargo y encuentre su camino. Nadie podrá ahorrarles penas, dolor y desilusiones y nadie podrá hacerlo ni aunque muriera diez veces por ellos; ni muriendo podría ningún padre conseguir apartarlos -en lo más mínimo- de su propio destino.
No, de nada sirve “enseñarles todo” si no somos capaces de permitirles aprender lo fundamental: A pensar por sí mismos; a respetarse a sí mismos y a respetar a los demás. Porque podemos “vaciarnos” en nuestros hijos, volcarnos en ellos, y siempre una parte de su vida permanecerá intocada por nosotros y nuestras previsiones más cuidadosas; no importa cuánto nos afanemos, cuánto intentemos anticiparnos a la vida por venir, todo será en vano; y lo será porque la mayor parte de su vida, la mejor quizá, nos trasciende. En el orden natural de las cosas, ellos deberán aprender a vivir sin nosotros; deberán enterrar o esparcir nuestros restos.
Y hay, al fin de cuentas, sólo hay un modo de enseñar a los hijos: El ejemplo. Dicen que la madre Teresa de Calcuta solía decir: “No te preocupes porque tus hijos no te escuchan… te observan todo el día“.
Luis Villegas Montes. luvimo6608@gmail.com
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