Olé…por Luis Villegas Montes
Le voy a contar un secreto; o no, tal vez no, tal vez sean varios; no obstante, espero que quede como un asunto entre usted y yo, amable lector, gentil lectora; una indiscreción que no trascienda y pueda usted perdonarme.
Resulta que no es que a mí no me caigan bien Cuauhtémoc o Moctezuma, o Cuitláhuac, no es eso. Es sólo que me choca que vayamos a la patita coja en ese asunto de la historia patria. Me explico: He leído docenas, cientos de veces, textos relativos a la Conquista; y los textos en sí no son tan aterradores como sus glosadores posteriores. En algún sitio escribí que rondaba yo los 15 años cuando leí por primera vez “Breve Historia de México” de José Vasconcelos. Hasta entonces, la poca historia que sabía era la que aprendí en la escuela y la que me enseñó mi abuelita, que había sido maestra en los albores del Siglo XX, y para quien Hidalgo no era nada más Hidalgo sino el “Padre de la Patria”, Juárez era “el Benemérito de las Américas”, Morelos el “Siervo de la Nación”, Cuauhtémoc preguntaba con infinita paciencia y ejemplar estoicismo: “Acaso crees tú que yo estoy en un lecho de rosas” y así sucesivamente. Con esa crianza y el bagaje cultural adquirido en la primaria (la secundaria me la pasé de vago) fui yo por la vida creyendo que la historia en general, y la de México en particular, era un asunto de “buenos” y “malos”… hasta que leí a Vasconcelos. Leerlo fue una revelación. Me descompuso el ánimo, la característica palidez de mi semblante y hasta el estómago. Bueno, no es cierto, nada más el ánimo y el estómago.
Sólo 2 libros han producido en mí ese efecto demoledor: Ése y “Breve Historia de la Revolución Mexicana” de Jesús Silva Herzog, los leía yo y se me empezaban a erizar los pelos y a nublar la vista, se me doblaban las corvas y empezaba a chorrear un hilito verde, de bilis, de la comisura de mis labios. Lo bueno es que, los dos, eran historias breves, han sido resúmenes enciclopédicos y me muero de un colapso nervioso. Ahora ya no me emociono leyendo historia ni padezco los ardores de antaño; puedo perfectamente leer los libros de civismo de mis hijos y como aquel famoso sentenciado al paredón por mi General Villa que se fumó un habano como de medio kilómetro de largo (todo depende de quién cuente la anécdota) sin que se le cayera la ceniza, así a mí, no me tiembla el pulso al dar vuelta a la página y hasta puedo sonreír de manera beatífica. Sonreír es mucho decir. Levanto una de las comisuras de los labios en esa mueca que yo optimistamente llamo “sonrisa”.
¡Ah! Pero como sigue siendo lo mejor, empecemos por el principio: ¿A poco no ha oído usted nunca la frase zonza ésa de que: “Los españoles vinieron a conquistarnos” o alguna similar? Y quien lo dice no se refiere, por supuesto, a Camilo Sesto, Julio Iglesias, Miguel Bosé o Raphael (“Yo sigo siendo aquél”… ¡Áha!). Métase a Google, busque: “Conquista de México” y le da 5 millones 620 mil “resultados” y ¡bueno! ¡Si hasta el nombre de ese capítulo de la historia está mal! Simplemente no puede haber una “Conquista de México” porque para ese entonces México no existía. México, México, lo que se dice México, es el resultado de una fusión de razas a través de siglos de mestizaje con todo lo que ello implica. Lo de entonces, era un conjunto de tribus más o menos homogéneas y evolucionadas, dispersas en el actual territorio de la República y más allá.
Yo pienso que los habitantes del país, éstos, los del siglo XXI, no somos hijos de indios… ni españoles; ni de conquistados o conquistadores; ni de cautivos o captores; ni de siervos u opresores; éramos, fuimos, somos todo eso. En nuestros genes corre la sangre de mártires y tiranos; de déspotas e iluminados; de científicos, clérigos, militares y locos geniales; de indígenas e hispanos; labriegos, inventores, artistas, empresarios, profesionistas; todo ello y más: Éramos, fuimos, somos, mexicanos. Nada más, pero tampoco nada menos. Como pretende recordárnoslo desde hace décadas, la lápida más bien olvidada instalada en Tlatelolco para conmemorar la última batalla entre Cuauhtémoc y Cortés: “no fue triunfo ni derrota. Fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy”. ¡Basta de una visión histórica mutilada!
Todo eso escribí y, pues, ¿qué cree? Que hoy, precisamente hoy, decidí escribirle a usted para recomendarle dos autores. ¿Y sabe por qué? Porque como nunca, como nadie, ambos me han hecho admirar y sentirme orgulloso de esa “herencia española”. Porque no todo es esa avaricia e hipocresía que nos pintan a cada rato no sé con qué propósito (bueno, si sé, pero no quiero abordarlo en este punto). Lo que le quiero decir es que, por razones distintas, esta semana se juntaron en mi ánimo: Arturo Pérez Reverte y Almudena Grandes.
Al primero, lo releí sin querer. Resulta que al hijo de un gran amigo le regalé mi ejemplar de “El Capitán Alatriste”, así que me puse a buscar cómo reponerlo; en ésas andaba cuando vi un ejemplar singular de la obra, un comic.[1] ¿Para qué le digo? Lo compré de inmediato; pensé que sería una buena oportunidad de entusiasmar a Adolfo con la lectura; a María yo pienso que ya la perdí sin remedio en el asunto de las letras -aunque creo que va a terminar por estudiar humanidades como yo y va a ser una mujer muy preparada que terminará hablando varias lenguas-; y Luis Abraham, parece, parece, que va por el buen camino. Como sea, lo compré y me zambullí de nuevo en esa historia entrañable. A la segunda, la volví a encontrar casi sin querer; yo pensaba que ya había leído todo de ella cuando -¡ta, ta, tatán, tan!- ahí estaba, solito, como aguardándome: “El corazón helado”.[2]
Los dos, me llevaron a sendos trozos de España. Una España entrañable, de bravura y esplendor, la primera; de fiera determinación y hondas convicciones, la segunda. Una España que se encara con Europa; y en Flandes o en Lepanto, se juega la vida no por un Rey o una Corona, sino por jugársela; porque la vida es para vivirse y para morir si la excusa resulta pertinente y válida; y pertinente y válido es jugársela por el honor, por el amor de una mujer o por puritito gusto, que da lo mismo. Esa España, es la que pelea allende sus fronteras, en la resistencia francesa y pelea por una República que se le deshace entre los dedos como hojas secas. Pero esos españoles, soldados, republicanos, rojos, exiliados (les llama Grandes) son la descendencia de esos otros que regaron con su sangre los campos de Europa; y cruzaron la mar océano; y llegaron a América. Y esa herencia también nos nutre, los querramos o no.
Y no más para que no piense que desdeño la otra cara de esa historia, en la siguiente entrega le cuento el secreto que no le conté porque, para variar, tomé las de Villadiego. ¡Pardiez!
Luis Villegas Montes. luvimo6608@gmail.com
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