50 Sombras de Grey (parte final)…por Luis Villegas
En principio, no es posible censurar ninguna obra de arte por su contenido intrínseco; del arte lo más que se puede decir, con cierta dosis de certeza, es si nos gusta o no; lo demás es fantasía. Por ello, tratándose de la apreciación de cualquier manifestación artística (cine, teatro, pintura, literatura, etc.), la única óptica válida es la estrictamente personal; como reza la conseja popular: “En malgustos se rompen géneros”; y, eventualmente y con cautela, afirmar si está bien o mal hecha.
De otro modo, se corre el riesgo de condenar (a las ardientes llamas del Infierno de los Libros) obras tan célebres, como “Lolita” de Nabokov1 (que malentendida podría leerse como una loa a la pedofilia) o “Fanny Hill”, de John Cleland,2 con su detallada descripción de la vida de una prostituta; u otras menos conocidas como “Los Siete Minutos”, de Irving Wallace3 (si no la ha leído; búsquela y léala), y “Las Edades de Lulú”, de una contemporánea extraordinaria, Almudena Grandes;4 o, peor aún, a ciertos autores en la casi totalidad de su obra, como sería Charles Baudelaire (por describir en toda su crudeza toda suerte de parafilias). Auténticos e imprescindibles referentes, los dos primeros relatos y el último autor citado, no solo de la novela erótica, sino de la novela en general y, en algunos casos (Fanny Hill) del idioma inglés.
Retomando el hilo de la reflexión que nos ocupa, tenemos que la película es mala por su simpleza, por la contrahechura de sus personajes y por la vulgar explotación del recurso sexual. Que conste, la cinta no es pornográfica, propiamente dicho; es más fuerte, por ejemplo, El Último Tango en París. Más aún, 50 Sombras de Grey recuerda -por la ingenuidad de sus planteamientos, lo chato de la trama y su insulso erotismo- películas del tipo Emmanuelle (filme francés, rodado en 1974 y protagonizado por Sylvia Kristel -la mejor Emmanuelle de todos los tiempos según la crítica-; basada en el libro del mismo título, escrito por, ¡oh, sorpresa!, Emmanuelle Arsan; publicado en 1959).5 50 Sombras de Grey es vulgar no por su contenido específico, sino porque no hace ninguna aportación a la literatura o, en el caso concreto, al cine. No es un libro bien escrito y, para el caso, no es una historia plausible; y no lo es, porque las contradicciones de los personajes los hacen más parecidos a una caricatura que a un ser humano de carne y hueso. Él, un hombre que en una de las primeras escenas al hacer referencia a sí mismo se describe en la voz de otros como “sin corazón” -y que además pone como santo Cristo a su amante en turno cada que se le pega la gana-, mendiga el amor de una mocosa descerebrada, lo suficientemente estúpida como para permitir que le den sus cachetadas a placer (es un modo de describir su relación sadomasoquista con Christian); y por otro lado, es capaz de negociar un contrato con el poderoso hombre de negocios para definir los términos de su “relación”, dejarlo “plantado” y abandonar la ciudad para ir a hacer nada con su madre mientras él le ruega que se quede. No tiene sentido. Hojearla, verla, me recordó sin remedio “El Código da Vinci”;6 otra porquería que catapultó a su autor a la fama, a partir de la ignorancia insalvable de su público lector.
Cambiando a temas más mundanos, debo señalar que este asunto de las películas pornosoft me recuerda inevitablemente al extinto cine Dorado -ubicado en el cruce de Niños Héroes y Venustiano Carranza, ahí donde en la actualidad se erige la estatua del Teporaca-, socorrido refugio de decenas de adolescentes febriles, con el ánimo entero de fumarse un cigarrillo a escondidas y la zozobra de ir a ver, por primera vez en nuestra vida, películas “peladas”. Lo que me recuerda también que el viernes famoso, al ir a comprar los boletos, nos pidieron a Adriana y a mí mostrar nuestras credenciales para votar. ¡Hágame usted el refabrón cavor! Con casi 50 años, 3 hijos, 2 nietas y un mechón blanco que, dada la seriedad de mi color, me hace parecer a Pepe Le Pu (región 4), urgido a acreditar mi mayoría de edad.
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Luis Villegas Montes.
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