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Óscar…por Luis Villegas Montes

Como me ha ocurrido en distintas ocasiones, concluido un texto, debo reescribirlo o simplemente olvidarme de él para recomenzar uno nuevo. Hoy es de esas veces en que, elegido el tema y redactados los párrafos que lo componían, debí desistir y empezar otras líneas.

Ser rotario me ha deparado hondas alegrías y multitud de experiencias inéditas; sin embargo, me quedo con una: La posibilidad de conocer gente. Para mí, hombre retraído como soy (escribí “retraído”, que conste, no “retrasado”) y, aunque Usted no lo crea, excepcionalmente tímido, Rotary ha significado la posibilidad de conocer personas de diferentes lugares, de profesiones distintas, de talantes heterogéneos y en fin, de “abrirme” a otros. Por naturaleza, la política es díscola y chocarrera; Rotary no; en él, confluyen personas de creencias y pareceres disímbolos que enriquecen a la organización y la dotan de una singular vitalidad y frescura. No otro es el espíritu que guía al Club en su encomienda ecuménica.

“Seguía pensando en que lo que me sucedía, también le pasaba a cientos o miles en la gran ciudad… Estaba seguro de que había otros jóvenes del campo o pueblitos recién llegados a Chicago… ¿Por qué no reunirlos? Si otras personas también deseaban compartir un ambiente de camaradería, a buen puerto íbamos a llegar”. Escribió Paul Harris hace más de cien años. Sobre esa base, tejer relaciones y hacer amigos  se cimentó una de las organizaciones más importantes del Mundo -cuya definición y perfil ulteriores se consolidaron en breve-, para llegar a ser lo que en efecto es: Una institución de servicio, a nivel internacional, cuyo lema: “Dar de sí antes de pensar en sí”, resume la visión que los rotarios tienen de sí mismos y la misión a que consagran, dependiendo del grado de compromiso, buena parte de su existencia.

Pues bien, gracias a Rotary conocí a Óscar. Ignoro cuántos años nos separaban en edad, pero quiero pensar que eran más las afinidades que las discrepancias; y que el afecto, en el poco tiempo que logramos coincidir, se tejió sobre la base de la camaradería y un propósito común. Sin embargo, en esta fecha no deseo hablar del rotario ni del amigo, no; quiero hablar del ejemplo de vida que me deja su muerte.

No sé qué pensamientos cruzaron por su cabeza en sus últimos instantes de lucidez; pero me gustaría pensar que estuvieron dedicados a sus seres queridos, él, a quien vi por última vez el jueves pasado mientras se le graduaba una hija. Me gustaría pensar que las últimas imágenes que poblaron su mente fueron los hielos de Alaska, a donde se fue de viaje hace unos pocos meses; o las selvas chiapanecas, en donde estuvo semanas atrás. Me gustaría creer que, enfermo como estaba -y él lo sabía-, optó por posponer la fatal operación, esa que le costó la vida, para vivir un poco más y terminar por exprimir el jugo de las últimas vacaciones, sacar las últimas fotografías, gozar la postrer experiencia que la vida le deparaba y, en vez de languidecer en un hospital, dejó que le templaran el alma y el cuerpo los fríos polares y los calores húmedos de un rincón entrañable de México. Quiero pensar que esa y no otra, es la mejor manera de agotar la propia existencia: Viviéndola al límite, al filo de la incertidumbre, gozándola a plenitud y sin saber cómo ni cuándo ha de acabarse; viviéndola a la intemperie, sin certidumbres ni precauciones matadoras que asesinan en su anticipación más que la propia muerte.

Me consta porque lo vi, que era un hombre que vivía de una pensión modesta, pero con una pasión desbordada. Pocos hombres, pocos seres humanos en realidad, he conocido que sin ser ricos en lo material puedan decir, como él, que recorrieron el camino de Santiago con un par de odres de vino a la espalda como única vitualla; o que hayan pensado, con seriedad, arrojarse de un taxi en movimiento (cuando pensó que lo habían secuestrado) al borde de la Muralla China. Por más señas, a ninguno he conocido que tuviera un Cementerio de Mascotas; y a nadie he visto planear con tanto entusiasmo un viaje a los gélidos páramos del Polo Norte después de cumplir los sesenta y cinco años, sin más compañía que su gusto por ver y estar y ser.

Lo único que lamento, como suele ocurrir en estos casos, es no haber departido más tiempo con él; el no haber gozado más de su compañía y de la experiencia de escucharlo contar sus anécdotas de viajero infatigable; pero, sobre todo, de no haberle dicho, en persona, esto que estoy escribiendo: Que me gustaría mucho ser como él; parecérmele un poco aunque fuera; y vivir la vida con cierto desenfado pero con un gusto y una generosidad desbordantes que se reflejan en el brillo de la mirada; toda júbilo, toda recordación, toda esperanza.

Descanse en paz Óscar Pasillas y que en gloria de Dios esté.

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Luis Villegas Montes.

luvimo6608@gmail.co

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