La máquina del tiempo…por Luis Villegas Montes
¿Quién dice que la máquina del tiempo no existe? ¡Claro que existe! Y no se trata de un artilugio de esos del tipo que se imaginó H. G. Wells, no señor. Es algo más bien como el asunto de la película ésa de caricaturas, “Ratatuil”, creo que se llama. ¿La vieron? Hay una escena, cuando a Anton Ego, el crítico gastronómico, le sirven la cena y observa un poco decepcionado el plato tan modesto que le ponen delante; al primer bocado, de auténtico azoro, deja caer la pluma con la que está anotando; y se ve a sí mismo, niño todavía, con los ojos llorosos, pues acaba de caerse de la bicicleta, mientras su madre lo consuela con un plato de ratatuil, precisamente.
¿Ven? ¡A eso me refiero!
Yo no me acuerdo mucho de la primer casa en donde viví, pero sí recuerdo, en cambio, al señor que pasaba a mediodía ofreciendo jocoque, queso, asaderos y requesón. Mi abuela me daba quince o veinte centavos para ir a comprar, luego untaba una tortilla con la masa cremosa y después le añadía una pizca de azúcar. ¡Azúcar! Me gustan las enchiladas, claro -y las entomatadas y el mole-; pero un ligero desencanto me cosquillea siempre en la punta de la lengua cuando los como, porque, a su sabor ligeramente ácido o amargo, no lo compensa la suave delicia de un toque del azúcar de mi infancia.
Sin embargo, si de viajar en el tiempo se trata, para mí no hay nada como la Cuaresma.
El año previo, todo era expectación. Mi mamá solía cantar en un coro, el “Coro de San Francisco”, refiriéndose al templo del mismo nombre, y desde meses atrás se preparaban para la ocasión. Eran semanas de intensos arreglos y ensayos; recuerdo entre otras piezas, el Stabat Mater dolorosa (“estaba la Madre sufriendo”) -que no es lo mismo que estar sufriendo de a madre- cantado una y otra vez hasta que quedaba perfecto. Recuerdo también, ya en pleno Viernes Santo, la liturgia de las “Siete Palabras”, de la primera: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, a la última: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”; a los curas ataviados de rojo sin arreo alguno y el luto de las mujeres, vestidas de colores discretos y con un velo cubriéndoles la cabeza. Pero, como ya lo decía, para mí, lo mejor de todo era la comida. Los chacales -a los que en otras regiones del país les llaman “chuales”-, las lentejas, las habas (¡guácala!), el pescado y la capirotada. Yo comía todo menos habas y el pescado empanizado era de mis favoritos. Mi mamá lo salpimentaba, lo lampreaba en huevo y lo empanizaba. Lo que más me gustaba eran las ocasiones en que no había pan y ella molía “galletas de soda” hasta dejar una pasta finita que después cubría el filete; puesto a freír y eliminado el exceso de aceite con una servilleta, quedaba dorado y crujiente, un pedacito de sol en el centro del plato que después aderezaba con un buen chorro de limón. Ni que decir de la capirotada: Los trozos de pan empapados en una espesa salsa hecha a base de agua, piloncillo, canela y clavos de olor; que después se servía con mitades de cacahuate, un puñado de “pasitas”, queso y grajeas de colores. Una pequeña fiesta para el paladar, para los ojos y para el corazón.
Una vez, estaba mi mamá, quien me parecía en ese entonces la mujer más hermosa del Mundo (escribo que “me parecía”, porque con el correr de los años lo he constatado), estaba mi mamá, repito, en la cocina y llegó mi primo Alfredo: “Oiga tía, ¿por qué tiene remojando esas palomitas?”; “¿cuáles palomitas? Son chacales, pero están muy secos”; “No tía, son palomitas”; “chacales”; “palomitas”; “chacales”; sacó Alfredo del remojo los supuestos chacales, los secó, los metió en una olla con un chorrito de aceite, la tapó… y comimos palomitas de maíz toda la tarde.
¿La máquina del tiempo? ¡Claro que existe! ¡Si todos llevamos una, aquí, al lado izquierdo del pecho, juntito del esternón!
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