Una de las razones para postergar este escrito es que la ida a ver al Papa estuvo en chino. “Quebrada” la semana (su visita a Juárez cayó en miércoles), todo lo demás fue hacer ajustes de último minuto e ir a las carreras. Con aquello de que Juárez iba a estar lleno de bote en bote sin apenas cabida ni para un alfiler, hicimos las maletas desde el martes y con el ánimo sufrido y entero de cualquier peregrino que se respete emprendimos la marcha. Porque no es lo mismo juntos que revueltos, nos trasladamos en dos vehículos; en el que yo viajé, íbamos; Lola, Luis Abraham, Adolfo, mi sobrina Lily (la que vive en el DF y se nos coló de último minuto), Aarón (quien ofició de diligente chofer) y el que esto escribe.
Voy a decirlo pronto: La ida y el regreso fueron una delicia por idénticas razones; nos carcajeamos de principio a fin. Yo ya he escrito, no sé dónde, que en la casa somos una especie de gorilas (así nos define María Fernanda) y que lo “nuestro”, lo “nuestro”, lo “nuestro”, es el bullying. Ahí no hay modo de hacerse un lado; arrojada la “primera piedra”, lo mejor es alinearse del lado del tirador y darle con todo a la pobre víctima; de otro modo, corre uno el riesgo de convertirse en ídem, así que más vale. Pues el vehículo en el íbamos más pronto que tarde se convirtió en una “cena de negros” y si no nos reíamos de Adolfo, lo hacíamos de Luis o de Lily; a todos nos llegó nuestro turno y a Lola ni las canas teñidas le valieron (cuando mi mamá se entere de estas líneas seguro se enfada y Patricia dirá que no, que no éramos así. Cierto, en casa de Lola no éramos. El deschongue lo empezamos Luis Abraham y yo; después el resto se sumó con cierto gustito -incluido Aarón que no es de la familia y sin embargo participó con singular enjundia-). Muy al principio, Lily pretendió llamarnos al orden con el argumento de que debíamos preparar nuestros cuerpos -templos del espíritu- para la experiencia.
Los preparamos, por supuesto; a nuestro modo, pero los preparamos.
Y lo escribo así, porque así fue. No hay modo de ir a ver al Papa, en un descampado, luego de una espera de larguísimas horas (y la expectación de cuarenta y ocho previas), batallando para conseguir alojamiento (y ropa adecuada para el Adolfo, quien muy campante iba de pantalones de uniforme y camiseta o una silla portátil para Lola), en medio de miles de gentes, en el terregal y bajo un solo de órdago, sin el espíritu entero y con el corazón henchido de júbilo.
Para quienes estuvimos ahí, es claro que entre la algarabía y los flashes se perdió la presencia de todos esos que fueron “porque tenían que ir” para la foto y se quedó la de todos aquellos que ven en Su Santidad no solo a la cabeza de la Iglesia Católica, sino también a un hombre, humilde, inteligente, sensato, que encarna la fe y la esperanza de millones de seres humanos repartidos en todo el orbe en los cinco continentes. Para quienes escuchamos la misa, para quienes oímos la palabra del Señor y atendimos a la homilía de Francisco, relativa a Jonás y Nínive, nos fue evidente la clara inteligencia del Papa, su lucidez y su acierto en abordar el tema de la salvación de aquella antigua ciudad merced a la intervención de un Profeta singular: Jonás. El llamado a la misericordia, entendida como una compasión activa -auténtico llamado a la acción y no un mero sentimiento pasivo- es el vehículo de la salvación para las urbes. En un país como el nuestro y en ciudades como Juárez, Chihuahua; Acapulco, Guerrero; Victoria, Tamaulipas; Culiacán, Sinaloa; Obregón, Sonora; o Tijuana, Baja California; sólo la regeneración de sus habitantes hará posible su transformación de raíz. Si nuestros hijos, o sus hijos, no son testigos cotidianos del verdadero amor cristiano -expresado en el servicio, en la caridad y la solidaridad- poco o nada podemos esperar del futuro que nos aguarda como especie. Clamó el Papa: “Pidámosle a nuestro Dios el don de la conversión, el don de las lágrimas, pidámosle tener el corazón abierto, como los ninivitas, a su llamado en el rostro sufriente de tantos hombres y mujeres. ¡No más muerte ni explotación! Siempre hay tiempo de cambiar, siempre hay una salida, siempre hay una oportunidad, siempre hay tiempo de implorar la misericordia del Padre”.
Con esas palabras me quedo.
Al final, Adolfo me preguntó en forma escueta: “¿Y bueno?”; “a que negar -le respondí-, que cuando Francisco se iba, cuando estaba subiendo al avión, se me mojaron los ojitos y sentí una especie de vacío en el centro del pecho”. Y así fue, también.
Si me lo pregunta, ¿yo?, puestísimo para la siguiente visita; me tienen sin cuidado los zapatos raspados, quedar tan blanco como un polvorón del terregal o escuchar a todo volumen, ya en el regreso, “El Reino del Revés”, cantada por Chabelo, lo que le valió a Luis Abraham, un botellazo en la cabeza -cortesía de su prima Lily-.
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