Conoce la vida del pelotero Cornelio Aranda Rivera
Delicis._Ante la designación del Comité Regional de la Tercera Zona de que la temporada 2020 de la Liga Regional de Beisbol de Mayores lleve su nombre, aquí reproducimos una parte de lo que escribió el periodista Carlos Gallegos Pérez en su libro “Delicias, Vida Deportiva” sobre el pelotero, el hombre, el deliciense, Cornelio Aranda Rivera.
Cornelio Aranda Rivera
Cornelio Aranda Rivera, a quien la historia deportiva de Delicias adoptaría como a uno de sus hijos predilectos, nació en el municipio de La Cruz, a la orilla del río Conchos, muy cerca de la Hacienda Las Garzas, donde también surgió el beisbol de nuestra región.
Sus padres fueron Santiago Aranda Colomo, de oficio canalero, y María Rivera Ramírez, él oriundo de Meoqui, ella del pueblo embrujado de Naica.
Como muchas familias, la suya también emigró hacia el norte, detrás de la ola de progreso que traía la Comisión Nacional de Irrigación, dependencia oficial encargada de abrir el Distrito de Riego 05.
Llegaron a Delicias en 1946, y en vista de que la estirpe crecía, don Santiago abrió la tienda de abarrotes El Ocotal, en avenidas Segunda y Río Conchos Norte. Ahí se asentó la familia, compuesta por seis retoños: Daniel, Manuel, Guadalupe, Emilia, Jesús y Cornelio, el xocoyote del clan, quien fue inscrito en la 305, luego en la 306 y al terminar su educación primaria se fue a la Academia Hidalgo, al cobijo de la sabiduría de su dueña y directora, la profesora Licha Tachiquín.
Se hizo pelotero en el patio de su casa y luego, ya de adolescente, en el campo el Arbolito, donde era común que la muchachada jugara descalza desafiando las espinas y las piedras. Sus guantes eran de tosca lona y las pelotas de hilo de media, remendadas y remendadas hasta lo último en la zapatería del Viejo Orta.
Jugando a campo abierto, les llegaban los aromas de los huertos, de las viñas y los sembradíos de alfalfa y de trigo, el fresco de los riegos y la brisa de los atardeceres al declinar la brasa de fuego del sol por las laderas de la sierra de Rosales. Al regresar veían los granados en flor, el colorido de los rosa laureles y se les hacía agua la boca al llegarles el olor de las tortillas de harina que se cocinaban en las casas a ventana abierta.
Entre sus compañeros de juego, vagancias y leperadas, pues se llevaban duro y sin cuartel, estaban Desiderio y Roberto Prieto, Rogelio Lugo, Miguel Ángel Licón, Gilberto Villa, Luis Arturo Caballa González, Francisco y Fili Madrid, Nacho Rentería, Francisco Jícama Martínez y Francisco Aguilar, todos destinados a ingresar en la historia del beisbol regional, estatal y nacional.
Siempre batallaban para conseguir arreos de entrenamiento. Todos sus bates se mantenían quebrados, tanto por su mala calidad como por el uso prolongado que les daban. Todos menos uno, por el que se mantenían peleando, algo que su sabio mánager zanjó de manera muy sencilla: les hizo creer que los quebrados, una vez recubiertos con cinta de aislar, le sonaban más duro a la pelota. Y entonces el pleito diario era por los forrados.
En 1956, Alfonso Gato Orta formó el conjunto los Bulldogs, que se patrocinaba solo y que escribió emocionantes páginas del beisbol de aquel entonces y que con los años sería el venero de la franela de Los Algodoneros.
En cada una de sus posiciones había un muchacho de muchas facultades, un astro en potencia, un ganador de campeonatos de un porvenir que se acercaba conforme cuajaban y pulían sus capacidades.
Corrían, bateaban, fildeaban, lo tenían todo, de ahí que de 1957 a 1959, resultaran campeones de forma holgada, con Luis Arturo la Caballa González pitchando partidazos cardiacos, una vez que la dirigencia le encontró su lugar ideal en la lomita de las responsabilidades, ya que había llegado al equipo en calidad de catcher, puesto en el que lo sustituyó Roberto Prieto. Junto con la Caballa, hacían el uno dos tres Miguel Ángel Licón y Francisco Madrid, en tanto que Cornelio, quien también cachaba, y al que en su niñez le habían apodado la Liebre, mote que después le truncarían por el de la Perra, se convirtió en la ley de la pradera central.
La vieja afición lo recuerda, igual que a Luis Arturo, como dos peloteros de mecha corta, ambos dotados de una notable capacidad para los moquetes. Roberto Chuco Olivas, Anselmo Ochoa, Julián Pacheco y Francisco Aguilar no se quedaban atrás a la hora del bateo, del fildeo, del robo de las bases, de irse a los extra innings tan frescos y enteros como al inicio del partido. La primera base era cubierta por José Moreno, teniendo en la Jícama Martínez y en el Gato Orta, su mánager jugador, unos relevos de lujo. Cuando no cachaba, Roberto Prieto se sublimaba en la segunda. Lo mismo hacían Hipólito García y Emilio Flores en el short y Fili Madrid en la tercera. En los jardines volaban Humberto Pacheco, dueño del derecho, con Mono Prieto reinando en el izquierdo y Rogelio Armendáriz y Roberto Serna compitiendo por las suplencias, lo mismo que el Zurdo Julián Pacheco.
En 1958, el Gato Orta se hizo a un lado como su mánager, y los aguerridos Bulldogs fueron tomados bajo la sabia égida de Melquiades Aguirre, quien los condujo al campeonato en las dos temporadas siguientes, ya con el patrocinio del comerciante Carlos Terrazas, dueño de La Parralense, quien les agregó el nombre de su tienda.
Al final de la temporada del 59, Román Santa Cruz tomó el equipo y continuó la cadena de campeonatos en Primera, Segunda y Tercera Fuerza.
El trabuco superaba a otros hechos y derechos como El Turco, Loma de Pérez, colonia El Porvenir, donde la estrella era Fermín Rodríguez, colonia Cuauhtémoc, Exhacienda Delicias y otros de iguales tamaños, con Santa Gertrudis sumándose durante los Regionales, llevando como estrellas a Aniceto Valles y al Chino Morales, cuyas jugadas y habilidades eran aplaudidas y admiradas entrada tras entrada.
Con la Cuauhtémoc jugaban Eustaquio Talamantes, bateador de largo alcance, Ramiro Calderón, que transitaba por las bases como un rayo y sin zapatos, pues decía que así era más ligero. Su catcher era Félix Jáquez, quien bien sentado detrás del home sacaba tremendas dobladas a primera quemando a los corredores que no conocían su brazo y que querían robarle medio metro hacia la segunda. Además de receptor, era dueño del camión que llevaba a los muchachos al terreno de juego, así como patrocinador y mánager, por lo que su participación, así cayera en esporádicos slumps, era casi de regla. También formaban parte la Burrita Paz, Lupe Jáquez, Chalio y Raúl Salgado, Juan y Adolfo Talamantes y Balo García, un real caballote del montículo.
En 1963, ya trabajando en el sufrido oficio de cartero y sacándole la vuelta a jaurías de perros mordelones, Nelio ingresó en el Fertimón, de la Liga Regional, compartiendo victorias y derrotas con Alfonso Cura Trillo, Gilberto Morales, Desiderio Prieto, Ernesto Aragón, Rubén Aguilar, Gilberto Villa, Mono Prieto y el gran Ramiro Celis, constelación de astros que no pasó mayores dificultades para adueñarse del cetro.
La vida de Cornelio, como la de tantos peloteros, ha estado cuajada de anécdotas. A propósito de su tarea como cartero, ahí va una, que no lo deja precisamente muy bien parado en cuanto a puntualidad.
Sucedió así.
Una mañana estaba parado en la esquina de su casa, en avenidas Primera y Río Conchos Norte, a unos cuantos pasos de donde quedaba la oficina postal, cuando lo vio su amigo Pepe Gardea, el Coyote, un tapicero que le daba por patrocinar y dirigir equipos de beis. “¿Qué estás haciendo, Nelio?”, le preguntó. “Aquí, esperando que abran para empezar a chambear”. “Mira, mira, si hace un mes que cambiaron de lugar el correo. Ya está en otra parte”. Para rematarlo, al irse volteó a verlo lanzándole la puya final: “Ah, cómo trabajas”.
Como base de la Tercera Zona, en ese año la selección Delicias obtuvo el Campeonato Estatal ante Los Indios de Juárez, quienes se habían acostumbrado a ganar coronándose cinco veces consecutivas, racha que se les acabó cuando se enfrentaron a Los Algodoneros. Y no podía ser de otra manera. Nada más vean su cuerpo de pitcheo: los tres Juanes, Elías, Palafox y Calderón, apuntalados por la velocidad y potencia de Salvador Caro, el gran lanzador de Boquilla.
En el tercer partido de la serie, jugado un domingo por la tarde en el parque Canales Lira de la ciudad fronteriza, tuvo lugar un hecho extraordinario en la carrera de Cornelio.
Paso a contársela.
Era la novena entrada, bateaban los indígenas, Delicias ganaba una a cero, había dos outs y casa llena, cuando vino al bate el tremendo toletero Pedro de León, el Chueco. Su ojo de águila detectó un lanzamiento a modo, sacando un batazo hacia el jardín izquierdo, mismo que voló a Gilberto Villa. La fanaticada aulló oliendo el triunfo, pero de pronto se apareció un fantasma, o mejor dicho, una Perra, que surgiendo por detrás del jardinero y estrellándose en la barda, de certera guantada atrapó la pelota y el juego se acabó. Acompañando al equipo ganador habían hecho el viaje Miguel Solís, Manuel Ibarra y Bartolo Mundo, quienes muy acomedidos se ofrecieron a subir a las gradas a recoger los dólares y los pennys con que la conocedora afición premió el lance del gran fildeador, quien a hombros de otro oficioso y luciendo un sombrerote que alguien le encasquetó, saboreó ese momento cúlmine como uno de los pasajes estelares de su vida de pelotero.
Mientras él se dejaba querer, en el dugout Ramiro Celis, Mono Prieto y el Cura Trillo formaban pacas de billetes y montones de monedas, agarrando cada quien lo que podía. Fue tanta la recaudación, que se quedaron tres días dándose vuelo ya se imaginarán dónde, en tanto que el resto del equipo retornaba triunfante a Delicias.
Pagando la visita, ocho días después, los Indios llegaron a la población algodonera, donde se definiría el ganador del campeonato.
Es aquí cuando asoma el genio de don Rogelio Torres Abasta, Presidente del Patronato, quien conociendo el poder de los toleteros visitantes, propuso que retiraran la barda chica del Viejo Orta, dando más espacio para que los jardineros locales jugaran pegados a la cerca grande. A la hora de la lectura de las reglas de terreno, el alto mando indígena aceptó la sibilina propuesta y nuestros gamos se dieron vuelo atrapando grandes batazos, que de otra manera se hubieran convertido en estacazos de vuelta entera. Resultado: Delicias, campeón.
Rebosantes de alegría ante la corona obtenida y satisfechos de su magistral ocurrencia de las bardas, los miembros del Patronato le regalaron una casa en el Sector Poniente a Juan Elías, ganador de tres partidos de la inolvidable serie.
Sin quedarse atrás a la hora de los reconocimientos y aceptando con caballerosidad su derrota, la afición de Los Indios le entregó a la Perra un trofeo en recuerdo de la formidable atrapada que les había regalado en el Canales Lira.
Al año siguiente jugó con Recursos Hidráulicos en la capital del Estado, escoltado por Mono Prieto y la Caballa González. Al final de la temporada retornó a Delicias para debutar en DANSA, con el que conquistó cinco campeonatos regionales y durante tres años consecutivos fue seleccionado de la Tercera Zona para los campeonatos estatales.
Como parte de la selección Chihuahua, en 1967, durante un Torneo de Zona jugado en la capital del Estado, dejó escrito su nombre como el autor de la mejor atrapada del certamen. Participaban Zacatecas, Nuevo León, Coahuila y La Laguna.
Ocurrió así.
En el parque de la Ciudad Deportiva, enfrentándose a Nuevo León, el tumba bardas Mario Aguirre prendió un sólido estacazo hacia la cerca del jardín central, donde la Perra fildeaba de oído y salía como bólido detrás de cualquier pelota que viajara a sus terrenos. El trancazo iba hacia allá y el talentoso jardinero voló de espaldas al plato, vigilando de reojo la trayectoria de la pelota, y ya sobre la cerca pegó tremendo brinco, metió el guante e hizo el out, el gran out, lance que fue aplaudido inclusive por los del equipo contrario.
Ese mismo año, nuevamente seleccionado estatal, fue a Tijuana, Baja California, a participar en el Campeonato Nacional, siendo actor y testigo del mítico duelo de pitcheo entre Miguel Antonio Puente y Gaby de la Torre, hazaña grabada con letras de oro en la historia del beisbol amateur nacional, de la cual abundamos en detalles en el capítulo el Sol Potosino.
1968, nuestro año olímpico, fue una época de grandes logros para el entonces ya ex cartero, pues de pedalear por las calles de Delicias toreando a sus congéneres, había encontrado descanso al conseguir el puesto de oficinista, categoría con la que en 1987 alcanzaría la jubilación.
Pero para eso aún faltaba mucho.
Requerido por los seleccionadores olímpicos, participó en los juegos helénicos mexicanos representando a su país como miembro de su equipo de beisbol, a nivel de deporte de exhibición, enfrentándose a Estados Unidos, Cuba, Venezuela, Puerto Rico, República Dominicana y Canadá, partidos celebrados en el Parque del Seguro Social.
Durante el encontronazo con Estados Unidos, le tocó ser copartícipe de un nuevo hito. Juanito Palafox, pitcher de los nacionales, inspirado y motivado por una afición anhelante de humillar a los gabachos, se engrandeció ganándole un duelazo por la mínima diferencia a Larry Gura, quien jugaría en las Ligas Mayores con los Cachorros de Chicago, Yankees de Nueva York y Reales de Kansas City.
Con el partido empatado a ceros en la décima entrada, el audaz mánager azteca, nuestro gran Gilberto Morales Meza, teniendo hombre en tercera, ordenó el squeeze play, la jugada suicida del Rey de los Deportes. Le correspondió tocar la bola a Alejandro Miranda, un lagunero avecindado en Delicias, quien hizo la tarea magistralmente, anotando el defeño Elías Mier la carrera del triunfo ante el delirio de la chilanguiza.
De acuerdo a su vieja costumbre de alinear en la selección rarámuri, en 1969 fue a San Luis Potosí a disputar el cetro nacional, y al embrujo de las relampagueantes jugadas del futuro ligamayorista Mario Mendoza, el Coruco, de los invisibles balazos hacia home del Pecas Acosta, y de las atrapadas de Benjamín Gandarilla en la tercera base, tuvo el honor de levantar el trofeo al primer lugar, una copa gigantesca donada por los ferrocarrileros de la ciudad, que estaba destinada al equipo que ganara tres campeonatos seguidos, como fue el caso de los chihuahuenses.
Al año siguiente disfrutó otro momento inolvidable, pues protegido por los hados, nuevamente gozó una hazaña de esas que se viven muy de vez en cuando.
Se disputaba el Campeonato Nacional en el Distrito Federal, sobre el terreno de su viejo conocido Parque del Seguro Social, y hasta la novena entrada, Memo Barranca, lanzador estelar de los locales, mantenía a los Dorados completamente dominados, pues no le habían conectado ni un hit, presagiando una victoria para los de casa, pues nada más había ponchado a 21. Pero como bien dice el dicho, nadie puede cantar victoria hasta el out 27, aforisma que esa vez se cumplió cabalmente. En un parpadeo, le dio base al Zurdo Rafael García, pitcher visitante, quien solamente había admitido dos hits. Seguía la Perra, y a la señal del mánager tocó la bola en dirección a la línea de la primera base, un poco cargada hacia el montículo. Memo la fildeó con maestría y dobló hacia la inicial, con la mala suerte de que le pegó en el hombro al corredor y la esférica se fue, se fue dando botes hasta el fondo del jardín derecho, en tanto que el Zurdo volaba por los senderos anotando la carrera del gane.
En junio de 1970 se casó con Adriana Sánchez Vizuet, procreando a Omar, Marisa, Cyntia y Eder.
Se retiró en 1979, alternando su ocupación en el correo con partidos de softbol y beis en la Liga de Veteranos, donde se reencontró con otro viejote, su amigo del alma Miguel Solís, quien había sido su eterno suplente en el jardín central, con el que ahora, rondando los alegres senderos de la ancianidad, comparte largos fines de semana pescando y comiendo ricos caldos en Lago Colina y Boquilla. Por cierto, y es un reproche absoluto, nunca me han invitado.
Como le sucede a muchos peloteros, también para él fue imposible sustraerse al gusano del deporte, iniciándose en la difícil carrera de mánager, con tan buena fortuna que a nivel regional conquistó seis campeonatos, coronando cuatro veces al Carlos Jonguitud Barrios, una al Melsa y otra al Suterm, poderosa escuadra organizada por el líder obrero Cristóbal García Maldonado.
Bajo su batuta, Delicias participó en los campeonatos estatales de 1982, 84 y 86, y llevó a Chihuahua a dos nacionales, jugados en Coatzacoalcos, Veracruz, y Mexicali, Baja California. En tierras jarochas se hizo del segundo lugar y en latitudes cachanillas se adueñó de la corona, dirigiendo a toros como el Indio Gutiérrez, Arturo Morales, Goyo López y el Coyote Adán Ontiveros.
Con Mono Prieto y Rogelio Lugo formó un triunvirato insuperable, considerado por muchos años, e inclusive hasta la fecha, como el mejor que haya custodiado los jardines de la Tercera Zona y del Estado.
Respecto a él, la crítica deportiva lo considera de manera unánime como el jardinero central más espectacular en la historia del beisbol de Chihuahua, entre otras cosas, por sus increíbles atrapadas de cordón de zapatos y las docenas de jugadas con que sus equipos ganaban no solamente un juego, sino que servían para apropiarse de campeonatos de toda laya.
Cornelio Aranda Rivera, la Perra, nuestra Perra, un pelotero de época, de esos que surgen allá cada cuando.
Dueño de una leyenda sin fin, vive en el recuerdo de quienes tuvimos la fortuna de verlo enseñoreado en el jardín central y volando las bardas de los parques.
Tomado del libro Delicias, Vida Deportiva del escritor Carlos Gallegos Pérez
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