Adolfo y la sociedad de los poetas muertos…por Luis Villegas
El título de estos párrafos se explica porque anoche empecé a ver la película. Vale madre que me desvele, puedo hacerlo porque estoy de vacaciones.
Todo comenzó con un escueto mensaje de mi retoño el Adolfo: “Ve la sociedad de los poetas muertos”. Huelga decir que le hice caso. Le hice por un montón de sentimientos encontrados. El primero, tener algo para platicar. Con el Adolfo tengo una relación pedregosa pautada de afecto, que incluye abrazos y besos periódicos, y agarrones efímeros pero fulminantes. Yo pensaba que era una cuestión de la adolescencia pero no, en su caso, a los veinte años, la adolescencia se empieza a prolongar más allá de lo que la biología podría explicar en mi opinión; sin embargo, parece ser que sí, dicen María y Adolfo que es mi culpa, porque mi carácter levantisco tiene más de sierra que de páramo, de febrero que de julio y de borrasca que de céfiro; y el Adolfo lo heredó. Ésa fue una razón.
La otra es que ya se va. Se va mi hijo menor a estudiar y yo me quedo aquí a aguantar las estupideces con que a diario nos abofetea la realidad, empezando por esa abominación que se llama MORENA y lo inunda todo con sus declaraciones imbéciles, a las que ya regresaré luego.
Decía, se va el Adolfo y lo voy a extrañar mucho. Se lleva libros, mis libros; y se lleva sus dudas, cargadas de preguntas existenciales disparadas en rápida sucesión; y que en ocasiones me agobian o confunden, pero en otras, las más, me sacuden, me congratulan, me enternecen, pero en todo caso me conmueven.
Confío en que sea para bien.
Cuando me dijo que iba a estudiar literatura creativa me sentí como cualquier padre de familia al que alguno de sus hijos le dice: “quiero ser pintor”, “bailarina”, “cantante”; “¡chín!, en la madre”, pensé, me salió de esos: artista; personas contra las que yo, dicho sea de paso, no tengo nada, pero —también como cualquier padre de familia sensato— me hizo preguntarme si lo iba a tener que mantener hasta los cuarenta y tantos, como Theo van Gogh con su hermano Vincent.
Ya luego me explicó que no, que la cosa iba en serio, que se trata de una carrera en forma de varios años, que la universidad la va a entregar un título en regla que si no lo convierte en el próximo Albert Camus, Mario Vargas Llosa, Jorge Volpi, Almudena Grandes, Arturo Pérez Reverte o, ya de perdida, Stephen King, es posible que le dé de comer a él y a los eventuales retoños que procree con una española de pura cepa quien, cuando la incordie —como suele incordiar este hijo mío— le pueda decir en tono de reproche con ese acento que me derrite y me deleita —y como ese malvadote de moda, Luisito Rey—: “Coño, Adolfo; que te la has gana’o, tío”; y ¡zaz!, le brinde un tremendo soplamocos, dado con todo el amor del mundo, que lo regrese de vuelta a casa con toda su progenie.
Como sea, todavía no se va el Adolfo y ya empecé yo a extrañarlo; y a rogarle a la Virgen y a los santos que, si no se gana el Premio Nobel rapidito no importa, con tal de que lo mantengan vivo, sano y en paz allá donde esté; que ya sería mucho decir en este mundo de locos.
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