Al regreso de la Revolución, de mi hermano Chon, dejamos atrás nuestra vida en ese lugar y recorrimos las hermosas tierras de vegetación exuberante que rodean a la presa. A medida que avanzábamos, la vegetación iba cambiando: de álamos, fresnos y sauces alimentados por grandes cantidades de agua, tanto de la presa como del caudaloso río Conchos, además, los cultivos que le dan al paisaje un lujurioso verdor, a zonas totalmente desérticas llenas de nopales, huizaches y mezquites, y de una extensión interminable; parecía que nunca íbamos a salir de allí. Aunque mis padres amaban el lugar que se iba quedando atrás, dolorosa e irremediablemente, la promesa de un mejor destino y de otras nuevas tierras, pero, sobre todo, tierras propias donde criar a sus hijos y a su ganado los animaba a continuar el penoso viaje.
Llegamos por fin a aquella tierra bendita que, posteriormente, haría honor a su nombre: “Ciudad de Delicias”, donde tuvimos que trabajar arduamente durante meses y meses para desmontar el terreno, laborando de sol a sol y envueltos en el ardiente y sofocante calor del desierto. A golpe de mula y machetes arrancábamos los mezquites y matorrales y poco a poco el terreno fue quedando limpio, listo para el cultivo. Yo extrañaba el viejo pueblo y mis andanzas infantiles por aquel hermoso paisaje sin límites, donde no había restricciones y podía ir por donde quisiera. Pero ahora, de pronto, todo se había convertido en un trabajo agotador y no había un momento de reposo.
Una ola de entusiasmo y algo muy parecido a la felicidad nos estimulaba a trabajar sin quejarnos cuando mi padre hablaba de sus planes: cultivos y criaderos, y todo sería nuestro. No habría que trabajar más para el patrón por unos cuantos pesos. Si trabajábamos mucho, más pronto estaríamos disfrutando de nuestra recompensa. A mi padre le gustaba ser independiente y solo los fuertes golpes y saqueos asestados en nombre de la Revolución lo pudieron doblegar para que accediera a trabajar para los hacendados, aunque no por mucho tiempo.
Como desmontar el terreno no nos dejaba ni para comer, mi hermano Chon, de nuevo se ocupó de la familia. Cuando salía, agotado de trabajar, armaba “atados” de leña que llevaba a vender en los lugares circunvecinos. Para ayudarlo, yo también salía a ofrecer mis servicios. Muy pronto, mi padre, quien siempre tuvo gusto por el ganado, especialmente por las pequeñas especies comenzó otra vez, a formar rebaños y los encomendó a mi cuidado. Como era, todavía muy niño me distraía haciendo travesuras y me olvidaba de los animales. Uno de mis juegos solitarios era buscar piedras lajas o planas y hacer “patitos”. O sea, lanzarlas con fuerza, horizontalmente, sobre el agua haciéndolas rozar la superficie, rebotando en ella una y otra vez. En otras ocasiones, me entretenía buscando caracoles en la arena que se forma a sus orillas. Cierto día, vi un enjambre que se estaba apiñando en un tronco. Un día después, llevé un costal y en mi inconsciencia infantil lo abrí cuanto pude y comencé subirlo alrededor del enjambre para capturarlo.
Ya cuando lo cerré, una abeja se escapó y me picó en una mano. Siempre me han gustado las abejas, así que puse varios panales y años después, cuando un hombre tan inconsciente como lo era yo en mi infancia, ató un caballo cerca de uno de los panales, al golpearlo el animal una nube de abejas enfurecidas se lanzó contra él. No hubo forma de desatarlo y las abejas, en unos cuantos minutos, dieron cuenta de él y lo mataron. Me sentí enfermo al ver la muerte terrible del animal. Desde entonces he pensado que fue la Virgen la que guió mis acciones cuando capturé a aquellas abejas. Pues con un solo traspié o movimiento en falso, me hubiera pasado lo mismo que al caballo.
La muerte se presentaba a través de mi ignorancia y de mi infantil inexperiencia. Desde entonces, cobré mucho amor por la Virgen. Sabía que era ella la que me cuidaba. Otra vez, un carro me agarró una pierna, sentí un tirón y un desgarramiento, estaba aturdido y sentía un fuerte dolor. Pensé que sería la última vez que vería el día, el que ahora me parecía más hermoso que ningún otro antes. Hice un gran esfuerzo sobrehumano y me impulsé contra el carro y no supe ni cómo, pero libré mi pierna y salí disparado. De no haberlo hecho, hubiera sido despedazado. Sentí a la Virgen más cerca de mí que nunca. Me había vuelto a salvar. Y yo me preguntaba: “¿Por qué me salvó?”. Desde entonces, decidí ofrecerle mi vida y no hay día en que no le dé las gracias a ella y al Dios “Santísimo”, pues hubo muchas otras veces que estuve en grave peligro, pero salí ileso siempre.
(Continuará)
Karmen Martìnez
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