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Bajo el acecho de los zopilotes (Parte Vl)…por Carmen Martínez

(Me refiero aquí a otros tiempos, otras circunstancias y otros personajes; nadie se sienta aludido si es inocente. Hay gente noble y hermosa entre los periodistas y reporteros, entre los funcionarios e incluso entre los abogados, pero no podemos negar la realidad y decir que no hay entes nefastos: zopilotes entre los servidores públicos y otros profesionistas).

Y por favor, si alguien tiene datos fidedignos de los inicios de la bella ciudad de Delicias, hágamelos llegar para ampliar este relato. Incluso puedo entrevistar a quien me indiquen para recoger los datos personalmente).

Continuación de “Bajo el acecho de los zopilotes” Parte VI
Con grandes esfuerzos, solo y sin el apoyo de nadie fui cultivando mis tierras. Como eran “nuevas” daban unos algodonales enormes. Aquellos tiempos fueron llamados “la época del oro blanco”. Aquel lugar, antes totalmente desértico y árido, con el sistema de riego se convirtió en un lugar paradisíaco. Se abrieron grandes extensiones de cultivos y se volvió una importantísima zona agrícola, especialmente, algodonera en sus primeros años y después, ganadera y una de las más importantes “cuencas” lecheras del país.
Epoca del “oro blanco”
   La ciudad fue construida con un hermoso y singular plano modernista. En el centro se ubicó al mercado Juárez en un círculo perfecto; de la calle circundante llamada, “El Círculo del Mercado” convergen y salen todas las calles hacia los diferentes puntos de la ciudad. Sus primeros habitantes acostumbrados al trabajo rudo del desmonte y transformación del desierto contribuyeron al rápido avance económico y a la expansión de la maravillosa urbe y terminaron haciéndose llamar orgullosamente: “Los vencedores del desierto”.
Traso de la hermosa y moderna urbe. La sinigual ciudad de Delicias
Al principio, las calles eran de terracería y en el frente de las tiendas había trancas para amarrar a los caballos. Algo parecido a los pueblos de las películas del Viejo Oeste. Para “las piscas” del algodón llegaban grandes tumultos de gente de otros lugares y, años después, con las invasiones masivas de terrenos “para repartir”, llegó una gran cantidad de personas del sur a los ranchos y se apoderaban de ellos sin importarles cuánto le habían costado a sus dueños. Entonces, la población se incrementó en un alto porcentaje afeando la ciudad con sus casas de cartón. Afortunadamente, muy pronto las vendieron o las sustituyeron por casas hechas de ladrillo o bloc, cambiándole el aspecto.
   Así, la modernidad arrastró también, otras nefastas consecuencias. Un frondoso bosque cercano a mis tierras, al que le había costado formarse durante cientos de años, fue (…) arrasado sin compasión. Así se extinguió aquella maravilla, completamente, sin dejar ni siquiera el recuerdo de su arroyo, su fauna y su flora.
Los hermosos zorros que merodeaban, molestando a las gallinas de los ranchos cercanos, los mapaches y las graciosas ardillas. Todo fue consumido por las malignas máquinas.
  No pasó mucho tiempo cuando comenzó un rumor: “Muy pronto llegaría una planta Termoeléctrica a mejorar la economía de la ciudad”. Había un gran alboroto entre los dueños de los predios vecinos porque decían que pagaría a precio de oro los terrenos que ocupara. Poco después (nov/1964), llegaba la horrenda y monstruosa empresa. Se asentó a unos dos o tres kilómetros de mis tierras y lo primero que hizo fue descuartizar mi terreno poniendo tres hileras de gigantescos armatostes o torres de fierro llenas de cables, tan gruesos, que nunca había visto otros iguales y dividieron mi rancho en dos, ocupando cuatro de sus hectáreas.
Yo les pedí en todas las formas, que las pusieran por la orilla del terreno pero lo único que logré fue que me amenazaran con traer al Ejército para someterme e incluso decían que podría ir a la cárcel si me seguía oponiendo.
   ¿Disque hay leyes que protegen al campesino? Yo solamente he visto desde niño que a los únicos que protegían era a los caciques y a los hacendados. No recuerdo nunca haber visto a un campesino humilde ganándole a un cacique o a un terrateniente y menos, a una grande empresa. Pues, inmediatamente, todas las autoridades se ponen de parte del poderoso. Ellos tenían una pléyade de jueces, licenciados, jefes de la Reforma Agraria, los que, supuestamente, estaban para atender al campesino. Pero cuando se les pedía algún documento que sirviera para defenderse, decían con sinigual cinismo: “Me dieron órdene$ de no dártela” -porque sí, al campesino le hablan de tu y lo tratan como niño o como retrasado mental-, y uno que otro periodista ramplón, que iban detrás del cacique haciendo lo que los gatos: echando tierra sobre la pestilente corrupción que él iba dejando.
   Acepté de mala gana, lleno de coraje e impotencia, que el suelo al que yo había rescatado del desierto y había cuidado durante días y noches, el que ahora era un hermoso campo agrícola, fuera pisoteado, mis cultivos destruidos, el suelo perforado por los terribles trascabos, y plantadas las horripilantes torres que por la noche parecían fantasmas gigantescos. Los enormes hoyos, rellenos de cemento, Mi tierra se llenó de máquinas y vehículos que aplastaban y destrozaban las plantas que yo cuidé con tanto esmero. No hubo forma de evitarlo. Me ofrecieron unos cuantos pesos en pago por los destrozos, pero yo por dignidad no los acepté.

   Todo eso desequilibró mi economía y debí recurrir a un agiotista que se dedicaba a prestar dinero a los agricultores para el cultivo, cobrando grandes intereses e inflando desvergonzadamente las cuentas. Al final del ciclo agrícola ya le debía una cantidad estratosférica por el préstamo. Le entregué el total de la cosecha y, aun así, quedé debiéndole una enorme cantidad, que él exigió de inmediato. No teniendo ya nada de qué echar mano, con inmenso dolor decidí vender mis tierras.
   Inmediatamente, llegó un vecino con la oferta de un precio totalmente ridículo. Con toda dignidad, le dije: “Prefiero morirme de hambre, antes de regalarle mi terreno”. Desesperado, no sabía a quién recurrir. Pero otra vez, la Virgen, ¿quién más?, acudió en mi ayuda. El mismo día que el agiotista me había dado de plazo para pagar, fue denunciado por fraude contra los agricultores y al verse descubierto, huyó de la ciudad y jamás volvimos a saber de él. Fue de esa manera como pude conservar mis tierras.
   Mi rancho estaba ahora, ya muy cerca de la ciudad y de ese tipo de empresas por lo que, había aumentado la plusvalía. Así que, comencé a ser el foco de atención y el blanco de la codicia de los poderosos. Al principio de los 80s, un dirigente caciquil no tardó mucho en fijarse en mis tierras. Quería una fracción pequeña de mi terreno para poner una fábrica, solo unos metros. Se hacía acompañar de sus familiares y amigos, los cuales, habían formado una asociación. Yo estaba muy enfermo y completamente solo. Enfermo de gravedad duré varios meses recorriendo ese valle tenebroso que creo, es por el que transitan las almas de los fallecidos. Ya no luchaba por mis tierras si no por la vida misma. Pero Dios no quiso que traspasara el umbral hacia los lugares desconocidos, así que, cuando logré superar mi enfermedad y regresé al mundo de los vivos, me encontré con que cuatro hectáreas de mi mejor tierra, las más valiosas, habían sido cercadas y ahora tenían nuevos dueños. Era la Compañía de los socios que, según decían, se dedicarían al negocio de la nuez. Pobre, aislado y todavía muy enfermo, ya que me habían dejado sondas y aparatos para drenar la sangre que se eliminaría después de una delicada operación, no encontré la manera de defender aquel terreno que, ellos aprovechándose de mi dolorosa situación, ni siquiera me pagaron. Mi cansancio y mi trabajo habían quedado en manos de los “socios nueceros” de mi ciudad, sin que les costara una sola gota de sudor o una lágrima o un peso.
  Poco después, ya engolosinado el cacique siguió persiguiéndome. Ahora, había conseguido acomodarse en el poder. Después del primer despojo sobre mi terreno, redactó un convenio ofreciéndome un precio risible, ahora, por mi rancho completo y envió a sus secuaces, quienes me perseguían a donde quiera que yo fuera: ya estuviera a mitad del campo o en el mismo templo a donde acudía a diario, presionándome para que les firmara. Alegaba que el Panteón Municipal ya estaba “en las últimas”, no había ya tumbas y según decía, mi rancho serviría ahora para panteón, alegato totalmente absurdo, ya que mi tierra estaba muy cerca de la ciudad y los mantos freáticos (acuíferos) que pasaban subterráneamente, por mis tierras, podrían llevar al filtrado macabro del líquido de cuerpos descompuestos hacia los pozos que surtían el agua de la ciudad. Pude resistirme durante algún tiempo pero ellos eran varios y todos tan ansiosos como cánidos hambrientos, como perros de caza bien entrenados y yo, era la solitaria y débil presa, todavía muy enferma, a la que perseguían y acosaban sin descanso.
   Sin esperar nada más, me envió maquinaria y empleados, instándome a abandonar inmediatamente mis tierras porque tenían órdenes de derribar mi casa. Yo no conozco a nadie, pero un buen hombre se enteró de mi desesperante caso y me ayudó, y esta vez, el cacique tuvo que retirarse con las manos vacías. Me gustaría mucho que ese gran personaje supiera que un día fui a buscarlo para conocer a mi amable bienhechor y expresarle mi eterna gratitud, pero no lo encontré. Me dijeron que rara vez estaba en la ciudad, pues era un hombre con muchas ocupaciones. Desde entonces, a diario le agradezco a Dios y elevo oraciones por ese hombre tan amable que Él me envió en mis tribulaciones.
   Pero de ahora en adelante, ya no habría tregua. Todos conocían mi vulnerabilidad. Cada cacique o alguno de sus familiares, en cuanto llegaban al poder comenzaba de nuevo el acoso. Fui blanco de amenazas, “propuestas” y toda clase de artimañas para apoderarse de mis tierras. Incluso tres veces me escapé de que las invadieran para “repartirlas entre los pobres”.
Continuará…
Karmen Martìnez

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