Confidencias en el cortijo…por Luis Villegas Montes
El domingo fui a comer con Lola. En el asunto ese de la comida, mi mamá es “especialita”; siempre quiere “calditos”; y ahí anda uno, buscándolos, pero si usted le pone enfrente un pedazo de carne, costillitas de cerdo, guacamole, una quesadillita, frijoles charros y nachos, se los come; poquito, pero se lo come todo, regado con media pinta de cerveza clara. Un domingo sí y otro también vamos a La Cervecería con esos fines.
Pues el domingo fuimos a El Cortijo mi mamá y yo; mucho tiempo sin ir; al lugar voy más o menos de manera asidua, en compañía de un buen amigo: mi tocayo Luis Rubén Maldonado; tenemos meses sin visitar esos lares. Amante de la españolidad, de los toros a la gastronomía, Luis Rubén no pierde la oportunidad de yantar pescado a la Vizcaína o conejo al ajillo si las circunstancias se tercian. De los toros yo paso; una sola vez asistí a una exhibición de la Fiesta Brava, allá por mis mocedades, y no me quedaron ganas, pero cada quien sus gustos.
El caso es que ir con Lola fue una revelación; ahí sostuvimos una charla extraña; con 88 años, lleva ya tiempo quejándose de los achaques de la edad; en algún punto de la conversación me preguntó: “¿me vas a extrañar cuando me vaya?”; desde siempre, ese tipo de preguntas me han puesto incómodo. Por alguna misteriosa razón, en esa ocasión no fue así y respondí con un escueto; “sí; mucho”.
Ella continuó: “¿por qué?”; de pronto no supe qué decir; me quedé pensando unos instantes y luego respondí lo obvio: “porque siempre has estado ahí; porque va a ser muy difícil concebir mi vida sin ti”. Y es verdad; pero había algo que faltaba en la respuesta.
“¿Sabes? —le dije por fin— todas las personas necesitamos de una mamá; de alguien que esté ahí cumpliendo con el difícil papel de querernos de modo incondicional; acompañándonos, apoyándonos, alentándonos en ese asunto tan complicado que es vivir”.
Sí, mamás hay muchas, de muchos tipos, y no sé si exista algo así como un parámetro para juzgar qué es (o quién es) una buena madre; sin embargo, esas personas que están ahí para enjugar una lágrima, para educar con tesón y amor, para compartir un mendrugo aunque sea, y que te permiten ser una mejor persona —de acuerdo a tus posibilidades y a tus gustos—, sin juzgarte ni intentar imponerse en sus puntos de vista (creyendo que la suya es la única opinión válida), son las mejores.
Pasados unos añitos, quince o dieciséis (en algunos casos veinte o treinta y cinco, todo depende de lo díscola que le salga a uno la progenie), la única obligación que nos queda frente a los hijos es verlos crecer y cómo se dan de topes. Uno los trae al mundo, los alimenta, los abriga, los apapacha (o inexcusablemente debería uno hacerlo) y luego los mira marchar con el alma en vilo y el ánimo entero.
De veras, creo que no hay manera de desarrollarse con cierta salud mental y bienestar espiritual sin el apoyo incondicional de una madre; y yo tuve la suerte de tener una que me dejó ir a mi aire, que me vio descalabrarme (literal y metafóricamente) cientos de veces, que me vio caer y levantarme, y todo, o casi todo, lo viví con la certeza de que estaba ella —que es más fuerte que un roble, aunque ya no lo parezca—, atrás de mí, echándome el equivalente a un millón de porras, pidiéndole a Dios con todo el corazón que me permitiera salir adelante.
Por eso sí, mamá, te voy a extrañar cuando te vayas… que esperemos que sean en algunos añitos más, aunque ya estés cansada y no oigas ni madres y tengamos que hablar a los gritos, para seguir yendo a El Cortijo o a La Cervecería a regar nuestras comidas con media pinta de cerveza clara y escuchar cómo, los músicos de hogaño, hacen trizas la música entrañable del ayer.
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Luis Villegas Montes.
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