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Don Carlos, Maru y la dignidad…por Luis Villegas

  1.  

 

Ayer me habló Luis Abraham, mi hijo el soldado (porque es mi hijo el mayor), muy consternado. Resulta que su abuelo, don Carlos —el único que le queda de los cuatro—, tiene COVID y la familia dividió sus opiniones entre que si lo llevaban al IMSS o no. Cabe decir que don Carlos no estaba muy convencido y él decidió que quería quedarse en su casa porque ni está enfermo de COVID y es una bacteria que él ya tenía y que no sé qué.

 

Alguien, un médico, fue el que sugirió la medida. Eso explica el por qué lo dividido de los pareceres. Al final del día, no era una persona cualquiera la que estaba opinando, sino un profesional de la medicina y, por ende, alguien que sabe de lo que habla.

 

Antes de proseguir, permítanme una ligera digresión. Yo conozco a don Carlos desde hace como mil años; y, con sus altibajos, puedo decir que es un hombre bueno. Y conste que quien me haya leído en el pasado sabe que yo no suelo ser muy condescendiente a la hora de opinar respecto al prójimo (a veces me leo unas horas después de que ya mandé la reflexión del día y me digo mí mismo: “¡chin!” y mi mí mismo me responde con un encogimiento de hombros). Podría desgranar los pormenores de las horas que don Carlos y yo pasamos juntos bebiendo caguamas y jugando dominó, pero no viene al caso porque luego de ahí se van a agarrar mis detractores para decir cosas feas sobre mi humilde persona y ¿para qué? ¿Para que les mande una sulfurosa cartita abierta?

 

Al día de hoy pocos hombres buenos he conocido. Como lo he escrito en el pasado, la lista la encabeza el Adolfo, mi hijo menor, y unos cuantos más a quienes perdí la huella, pero cuya gentileza los trae puntuales a mi memoria. Don Carlos es uno de ellos.

 

Así las cosas, cuando Luis me marcó, me explicó y me dijo: “solo quiero que me digas una cosa”, carajo, me quedé mudo. Me asusté, pensé que me estaba pidiendo unas palabras de consuelo que yo no tenía. Porque don Carlos en la vida de Luis es mucho más que un abuelo. Don Carlos es el papá que terminó de criarlo después del divorcio. Yo he querido mucho a mis hijos y he tratado de ser un buen padre, pero —lo sé—, disto mucho de serlo. Entonces ¿qué le dices a tu hijo, a tu hijo, cuando se le está muriendo un padre? La exigencia me aturdió.

 

Luego ya me explicó que no, que estaba yo bien pendejo porque lo que él necesitaba eran argumentos. Argumentos para convencer a la parentela de que no se lo llevaran al IMSS. Y ahí sí la cosa cambia.

 

Lo primero que le dije es que todo este asunto de los derechos humanos —que navega entre la buena fe, la más espantosa confusión y la ignorancia bestial del derecho— tiene como común denominador la dignidad de la persona humana. Y que la dignidad no es un asunto sobre el que se pueda transigir en su menoscabo. La dignidad es, quizá, el único atributo que nos hace, o nos mantiene, humanos.

 

Y le dije que pocas personas había conocido yo con tanto derecho para exigir que respetaran su dignidad como don Carlos. Un hombre que se ha ganado el derecho a vivir, o a morir, como él quiera porque no le ha quedado a deber nada a nadie. Pródigo con los suyos, solidario, trabajador, íntegro, un hombre a su edad, y con sus arrestos, tiene todo el derecho a decidir dónde y cómo morir llegado el caso. Máxime cuando, muchos de los que opinan, opinan desde el egoísmo y el miedo (sí, el corazón es así, a veces nos confunde y nos traiciona). Sobre todo en la enfermedad del prójimo, es frecuente aferrarnos al otro cuando, en realidad, nos estamos aferrando a nosotros mismos para no caer. No tuve más argumentos. Luis me agradeció y colgó.

 

Yo me quedé pensando. Lo que le dije a mi hijo se lo dije desde el fondo del alma. Primero, porque conozco a don Carlos (desde hace como mil años, dije); y segundo, porque estoy convencido de ello. La dignidad es lo único que nos mantiene en pie cuando todo pareciera conspirar para derrumbarnos.

 

Ahí fue cuando recordé a Maru Campos. Se equivocan de medio a medio quienes piensan (propios o ajenos) que los cubos de inmundicia que vertieron en su contra la semana pasada, durante horas y horas y horas, le hacen mella. Al contrario, quienes se mostraron, se muestran —y se seguirán mostrando—, viles, cobardes, mezquinos e indignos, son todos esos que tras palabras sagradas como “verdad”, “justicia” o “derecho”, intentan camuflar su ruindad cuando los única ambición que los habita es el llegar a ser algo para poder llegar a sentirse alguien.

 

Politicastros de cuarta (nunca mejor dicho), abogadetes de mierda, liderzuelos de lástima, todos, pobres perros de correa corta y lengua larga, a ustedes que, como jauría, como animales de presa, fueron a por la sangre de María Eugenia, sin importarles su honra, sus sentimientos, su dignidad ni la presunción de inocencia, se los digo: se van a quedar con las ganas.

 

La triste actuación del Ministerio Público en este asunto solo evidencia dos cosas: maldad e incompetencia; y que quien la aplaude lo hace por la necesidad de un plato de lentejas. Así nunca muchachos. La política es un platillo que se cocina con sesos y güevos y la única que, al día de hoy, ha demostrado que puede degustarlo con estilo y sin perder la sonrisa es María Eugenia. Aunque les duela.

 

Por la noche me habló Luis, dice que don Carlos está bien. Le dije que le había ofrecido un rosario al que, por cierto, y no sé cómo, se coló mi amigo Rubén Aguilar Jr. Dios con nosotros.

 

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Luis Villegas Montes. 

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