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El viejo comunista…por Luis Villegas

Buenas tardes:

 

No se los he dicho, pero resulta que entré a un taller de escritura, otro, luego del fallecimiento de mi entrañable maestro don Gabriel Borunda. Éste lo organiza mi más reciente amiga, y compañera rotaria, Irma Celaya en su centro de estudios de “El Ágora”. Pues total ahí me tienen. Que me encanta escribir es un hecho público; que no soy muy bueno, también lo es; pues sin nada mejor que hacer a mis cincuenta años, me metí. Esta semana les comparto uno de mis cuentos; no el mejor ni el que más me gusta; sólo uno que me pareció divertido y tantán.

 

No es que no tenga sobre qué escribir; temas sobran; desde el infausto aumento de la gasolina, hasta las peripecias de la política local; pero como ya estuvo bueno de sobresaltos, de ordeñar al hígado y de mojar mi pluma en él, decidí que por lo menos en todo el mes de enero no, no, no, no, no, no iba a ocuparme de tanto estropicio y me iba a dar el gusto de refocilarme en párrafos menos enojosos y más gratificantes… o por lo menos había de intentarlo.

 

Como ya sabrán los que han participado en algún taller, y si no lo saben se los estoy diciendo, una de las dinámicas más socorridas es sugerir que el relato se realice a partir de un tópico específico, de alguna línea argumentativa o satisfaga ciertos requisitos; Víctor, nuestro coordinador, nos pidió en esa ocasión un relato cuyo elemento principal fuera la descripción de un personaje real o imaginario. Yo escribí esto, a ver qué les parece; se los dejo con la clásica advertencia de que es producto de la ficción y cualquier semejanza con la vida real es mera coincidencia.

 

EL VIEJO COMUNISTA.

 

Todo mundo solía pensar de don Faustino Barrales que era el vivo ejemplo de la congruencia. Vestía trajes arrugados y lustrosos de colores indefinibles; calzaba zapatos sucios y polvorientos; y usaba una corbata manchada con rastros de huevo, chile colorado o lamparones de café; los bolsillos de la camisa y del saco estaban siempre atiborrados de papeles, notas, tarjetitas, recordatorios; de plumas de dos, tres y hasta cuatro colores. Compraba billetes de lotería sin ton ni son, le encantaba armar ‘vaquitas’ entre sus contertulios, que luego olvidaba verificar en el quiosco de periódicos. Cualquier pasquín de izquierdas, que cuando no le tiznaba las yemas de los dedos asomaba de la bolsa anterior del desastrado pantalón, era su lectura predilecta. Su cabeza, calva a medias, la cubría con un viejo sombrero de paja. Usaba unas gafas frecuentemente reparadas con cinta adhesiva.

 

Flaco, enjuto, macilento, de rostro demacrado y ojos hundidos en sus cuencas; sus manos eran ásperas y de uñas rotas, tan pronto enristraba la pluma como el pico o la pala. El cinturón no era de su talla por lo que debía agujerarlo él mismo con un picahielos para ajustarlo a la medida de sus caderas esmirriadas.

 

Se reunía en cafetines o cantinas de mala muerte con cualquiera que pudiera pagarle la copa para deleitarse con los pormenores de sus andanzas; y siempre se refería a ellos como ‘camaradas’.

 

Peroraba en plazas y parques; en los patios de las fábricas o en pequeños cenáculos de ‘rojos fieles’, como solía decir. Sus discursos eran incendiarios, poblados de los lugares comunes de la izquierda radical de la época de los cincuentas y plagados de adjetivos previsibles y contundentes: ‘Capitalistas’, ‘latifundistas’, ‘explotadores del proletariado’, ‘chupasangres’, ‘vividores’.

 

Su mujer e hijos habían escuchado hasta la saciedad palabras como: ‘Capital’, ‘jornal’, ‘huelga’, ‘conflicto obrero patronal’, ‘salario mínimo’, ‘Marx’, ‘Lenin’ y se sabían de memoria los largos monólogos salpicados de recuerdos, anécdotas e historias, algunas inverosímiles, que les contaba alrededor del desvencijado calentón de petróleo que tan pronto estaba en la sala, como en la cocina o en alguna de las recámaras de la casa de renta en turno.

 

Había sido amigo de Rubén Jaramillo, decía, del legendario Heberto Castillo y del oaxaqueño Demetrio Vallejo, entre otros muchos. En Chihuahua, fue compañero del ‘Tigre’ Aguilar, emplazado por la muerte en repetidas ocasiones y que al tiempo halló su propia vereda, del extrañamente lozano profesor Becerra y de los líderes Aguilar y Sigala -muerto en forma prematura- cuando no eran el par de trúhanes que terminaron siendo… como le gustaba enfatizar. Declamaba a otro Vallejo, al peruano César Vallejo, sabía de memoria todos los poemas de Efraín Huerta y se le arrasaban los ojos de lágrimas con algunos párrafos de García Lorca.

 

Un día, a don Faustino se le ocurrió revisar los números de un montón de billetes de lotería.

 

Desapareció y nadie jamás volvió a saber de él.

 

Se olvidó de sus contertulios, de sus camaradas, de sus hijos, de su esposa, de su liturgia sediciosa y alborotadora, de sus prédicas; de Rubén Jaramillo, de Heberto Castillo y de los poemas de Efraín Huerta y García Lorca.

 

Ahora vive en Acapulco, en un condominio con vista al mar y bebe ron cubano traído especialmente desde la isla, pero sólo con agua, hielo y un chorrito de limón, porque la Coca Cola le parece imperialista y contrarrevolucionaria”.

 

 

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