Main’nglich course…por Luis Villegas
MAI‘NGLICH COURSE.
Me han dicho que este asunto del doctorado pasaba por esta tortura y les habría respondido que no, que muchas gracias pero no.
Todavía recuerdo a Angélica y su voz de flauta —una querida amiga de hace… mejor no lo digo porque puede ocurrir que sea de esas mujeres para quienes la edad es una especie de tabú, pero resulta que la conocí hace tiempo—; total, vino Angélica a encandungarme: “que mire usted, que le va a gustar”; tendría que haberme yo acordado de los avatares de alguna conocida, a quien eso le dijeron y tiene como cinco hijos. Sordo a los rumores de esa advertencia rondándome, decidí que sí; que le entrábamos al asunto del doctorado con espíritu rumboso y machacón.
El primer aviso vino de la mano del azoro cuando alguien me confió —no me acuerdo quién— que tres años eran muchos por más que el tango se empecine en minimizarlos. “Áchis; ¿tres años? ¿Pos qué no todos los doctorados son de dos?… No”.
Así pasaron treinta y seis meses de mi vida. Mis ojitos, pestañudos y vivaces, se fatigaron largas horas enterándome de un montón de cosas útiles, salvo las que vino disque a difundir un doctorsete de quien ya hablé en otra ocasión; cuya opinión apenas me mereció una pueril mentada de madre. Escribo “pueril” porque, como cuando jugábamos al “Bote Volado”, la mentada fue para él y todos sus amigos. A todos, sin excepciones.
En ese lapso, nadie, nadie, nadie, me advirtió que, para titularme, debía yo acreditar el inglés. ¡Oh, my God! De ese modo, cuando regresaron a explicarme de qué iba la cosa, mi cabeza empezó a ladearse, ladearse, ladearse, sin dar crédito mi entendimiento a mis aurículas y me sentí protagonista de un remake de “El Exorcista”. Pues sí. 120 horas de inglés maifrend y al final, un examen, o dos, o tres (ya ni sé).
Después de la revolcada, sólo recuerdo que el sábado 15 de septiembre me levanté muy temprano, me bañé, me cambié, me quité los tres pelos de barba que me ensucian el mentón (me crecen más los de la nariz o los de las cejas) y ahí voy; con una entereza digna de mejores causas. No les voy a contar cómo me fue; sólo que a la media hora de iniciado el test, me sentía yo como Golovkin luego del resultado de la pelea contra “El Canelo”. Ya me quería ir; quería bajarme de ahí, de esa aula de la ignominia situada en el segundo piso del INFORAJ, y llorar como Cortés luego de “La Noche Triste”.
Ni me fui, ni me bajé, ni lloré y, para el caso, yo creo que ni pasé. De los audios no pude entender ni “j”; o séase, nodtink. Y eso que tengo semanas con el mentado duolingo que, dicho sea de paso, sólo me ha servido para recordar que “pollito” es “chiquen” y “gallina” “jen”. Decir que estoy “hasta la madre” sería un modo nada sutil de describir mi estado ánimo pero, por una ocasión, peculiarmente descriptivo y pertinente.
¿Qué irá a pasar? No lo sé; sólo sé de mi sufrimiento; si hay un Dios (y yo sé que lo hay), estoy cierto que se apiadará de mí; y hará vibrar en el corazón de la tícher —que a todas luces se ve que es buena persona y no como yo, de carácter proceloso y rejego—, un atisbo de compasión que vendrá a poner en mi biografía, an eight (un 8), tinto en sangre de su plumón.
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