El domingo preguntaba Lola que porqué había tantas banderitas en las calles. “Mes de la Patria”, le expliqué de manera sucinta; da igual, no me oyó. Lola ya no oye ni “j” y es necesario platicar con ella a los gritos. “Mes de la Patria”, respondí… y me quedé pensando.
En un montón de sitios he escrito que aborrezco la vacilada esa de que “los españoles vinieron a conquistarnos”; odio que, en esas circunstancias, cuando hablen de ibéricos, no se aluda a los jamones (ñam, ¡qué rico!); y que si hablan de conquista de México no se refieran a Julio Iglesias, Camilo Sesto o Miguel Bosé.
Mire usted, vivimos en una irrealidad tan palmaria que, si se aplica usted en algún buscador con la frase “Conquista de México” encuentra millones, sí, escribí bien, millones de resultados; y es una insensatez, porque, en esos ayeres, México, México, México, lo que se dice México, no existía; y españoles, españoles, españoles, lo que se dice españoles, tampoco.
Ciertamente hace cosa de 500 años llagaron a estos lares unos fulanos barbones, que se dice “barbudos”; con cascos, que se dicen “yelmos”; enfundados en corazas, que se dicen “petos”; y con unos espadones de santo y señor mío, a partirle su mandarina en gajos a algunos de los habitantes de estas regiones y, cuando ya empezaban a desesperar porque la cosa nomás no marchaba, se aliaron con otros de esos mismos habitantes deseosos, ellos también, de partírsela a los primeros, porque ya estaba hartos de tantos impuestos y tantos sacrificios humanos. El asunto es que ni los locales eran mexicanos ni los señores de las barbas eran españoles. De hecho, la consolidación de la españolidad (permítaseme el término) tardaría siglos en cristalizar.
De ese modo, hablar de México o de “mexicanos”, antes de 1821, es una soberana estupidez; exactamente igual a hablar de España o de “españoles” trescientos años antes. México es una mixtura; un mosaico cargado de memorias que se entreveran y, como en un tapiz, nos muestran una panorámica, congelada hasta cierto punto, formada por un montón de historias individuales enlazadas. En todo caso, como no me cansaré de repetirlo, ahí está la polvosa lápida en Tlatelolco, que rememora la última batalla entre Cuauhtémoc y Cortés; y que reza: “no fue triunfo ni derrota. Fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy”.
Pues bien, con esos antecedentes, llegamos a 1810 en donde Miguel Hidalgo, el “padre de la Patria” empezó su movimiento, que no era su movimiento (él fue invitado por los auténticos conspiradores), al infame grito de: “¡Viva Fernando VII! ¡Viva la patria!”; no hay que ser un genio para comprender que, si Hidalgo aclamaba al Rey Fernando, preso de los franceses en Bayona en ese momento, a la patria a la que se refería el cura era la española y no otra.
Si alguien osa poner en duda esa afirmación (perdón por la grandilocuencia pero es inevitable), le dejo esta delicia de párrafo propio de la proclama de Hidalgo expedida en la villa michoacana de Zamora, en noviembre de 1810, dos meses después de su famoso “Grito de Dolores”: “Consultad en las provincias invadidas a todas las ciudades, villas y lugares y veréis que el objeto de nuestros constantes desvelos es mantener nuestra religión, el rey, la patria y la pureza de costumbres, y que no hemos hecho otra cosa que apoderarnos de las personas de los europeos y darles un trato que ellos no nos darían ni han dado nunca a nosotros”. ¡Tómala!
¿Entonces? Muy simple: Hidalgo tiene de Padre de la Patria lo que Yuri Gagarin de chapaneco; es decir, nada. Nos guste o no, el auténtico Padre de la Patria fue el que firmó los tratados de Córdova (por los que se reconoce la independencia de México); y a quien, para nuestra eterna vergüenza, mandamos fusilar: don Agustín de Iturbide.
Ya pueden ir a comprar su banderita y gritar: “¡Viva! ¡Viva!”.
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