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México, Distrito Federal (1ª. de 2 partes)…Por Luis Villegas


Pues bien -así empezó su célebre poema Manuel Acuña-, heme aquí, instalado de nuevo en esta senda que recién elegí transitar, luego desvié, me llevó a la autodefensa, después a una breve incursión a la literatura, y de ahí de regreso al sosiego de la reflexión ajena al proceloso océano de “lo electoral” y completa y totalmente defeña (vamos a ver cuánto me dura este contento). El título de estas líneas lo inspiró la canción de Chava Flores: “Sábado Distrito Federal”.

Años ha, había recorrido yo sus calles, museos y sitios de interés: Del Museo Nacional de Antropología e Historia a la casa de Frida Kahlo; de Xochimilco a Teotihuacán; del Papalote Museo del Niño a Bellas Artes; de Chapultepec al Zócalo; del Ángel de la Independencia a Coyoacán; del otrora Reino Aventura (Luis estaba chiquito) al Estadio Azteca; de la Latino al Museo Dolores Olmedo (a donde fui con mi mamá hace ya muchos años); y así, por no hablar de todos sus teatros. Y no una vez, varias.

Días (semanas) atrás, deseoso de adentrarme de nuevo de su geografía, de recrearme en su magnífica belleza, de llenarme de la historia viva de la ciudad, salí con espíritu renovado a caminarla en compañía de los míos. Recordé mi primera vez, de todas las demás “primeras veces” ulteriores, en la ciudad de México y cómo, al ascender de la estación subterránea de la Línea 2 del Metro, mis ojos se nublaron ante la visión parcial de Palacio Nacional y la Catedral Metropolitana. Ahí estaba yo, sin dar crédito, en ese espacio único en el que convergen inevitablemente siglos de historia patria. Creía conocer algunos detalles de esa historia y no era cierto pues, como escribiera Manuel García Morente en su conocida obra “Lecciones Preliminares de Filosofía”, la lectura de resma tras resma de papel relativa a su riqueza arquitectónica o su distribución geográfica no sustituye una sola caminata por las calles de París. La vivencia es única, la experiencia directa irremplazable.

¡Vayan a saberse las razones! ¡Vayan a conocerse los porqués! Lo cierto es que decidí reandar algunos de esos sitios en la compañía entrañable de mi familia a pesar de no ser ésta, por mucho, su primera visita a la ciudad: El Museo Nacional de Antropología e Historia, Chapultepec, Bellas Artes, el Zócalo, el Ángel de la Independencia y Coyoacán, entre muchos otros lugares. Narrar con pormenores las caminatas escapa al propósito de estos párrafos, para atender al propósito que los inspira comentaré sólo tres aspectos.

El sitio arqueológico del Templo Mayor es un referente obligado para mexicanos y extranjeros; sus ruinas nos sitúan en el corazón de la Metrópoli en un sentido literal y metafórico; en este último, parte de la esencia de la mexicanidad yace en esa zona. En la inauguración del Museo Nacional de Antropología e Historia, el Presidente Adolfo López Mateos manifestó: “El pueblo mexicano levanta este monumento en honor de las admirables culturas que florecieron durante la era Precolombina en regiones que son, ahora, territorio de la República. Frente a los testimonios de aquellas culturas el México de hoy rinde homenaje al México indígena en cuyo ejemplo reconoce características de su originalidad nacional”.

No hay en ese párrafo, una sola palabra de más, una idea superflua, un equívoco histórico: Ciertamente las culturas que florecieron durante la era precolombina fueron admirables; y lo fueron en más de un sentido; ninguno, de Cortés a Bernal Díaz del Castillo, aún sumidos en el horror y el pasmo, ahorra palabras de elogio para describir sus urbes; cierto es también que dichas culturas se asentaron en lo que es ahora territorio de la República y resulta indiscutible que frente a los testimonios de aquellas culturas el México de hoy debe rendir homenaje al México indígena; finalmente, es claro que parte de las características de nuestra nacionalidad se definen a partir de ese bagaje. No hay en estas palabras, insinuaciones peyorativas -y falsas- relativas a una conquista interminable de unos a manos de otros. En la Plaza de las Tres Culturas, donde Cuauhtémoc rinde sus armas a Hernán Cortés, hay una placa donde se lee: “No fue triunfo ni derrota. Fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy”.

El sitio arqueológico del Templo Mayor es un referente obligado para mexicanos y extranjeros”, escribí, y escribí bien, porque quien venga a este gran País debe saber que a pesar de sus carencias y atraso -y del arduo empeño de la mayoría de sus políticos y gobernantes en mantener el status quo-, ese punto de la geografía nacional nos recuerda la grandeza de las civilizaciones precolombinas. Cruentas, terribles, nos parecen sus sagas a luz de nuestro tiempo -lo son bajo esa óptica y sólo bajo ella-, no obstante, cuando todo eran bosques agrestes y desérticas planicies allende el Río Bravo, las tierras bajas, de Tenochititlán a Machu Picchu, albergaban siglos de civilización. Ése es el terrible destino que acompaña a la grandeza, su signo inequívoco: La crueldad; de lo que dan manifiesto testimonio las potencias de hogaño, sin la nobleza ni la espiritualidad, no obstante, de aquellas otras que poblaron la Tierra hace cientos e inclusive miles de años.

En el museo del sitio, volví a ver a la Coyolxauhqui, la celosa hermana de Huitzilopochtli, cuyo egoísmo intolerable le valió ser descuartizada; quizá todos los mexicanos, alguna vez, deberíamos pararnos frente al monolito descomunal y contemplar el compendio de nuestra tragedia nacional: La envidia. La incapacidad intolerable (a estas alturas del partido) de pensar en un “nosotros” más allá de las carencias y apetitos personalísimos e inmediatos.

Huestes, ejércitos de líderes -pseudolíderes en realidad, desde presidentes de la República hasta el más mísero sindicato o presidentillo de partido político- que se han enriquecido y medrado a partir de la pobreza, la ignorancia, el descuido, la negligencia o la desgracia ajenas. La Coyolxauhqui refleja el saldo amargo de la lucha fraticida: Uno gana y todos los demás perdemos.

¡Ah! Pero también admiré la más reciente adquisición del museo: La Tlaltecuhtli. El hallazgo arqueológico ocurrió en las postrimerías del 2006; debieron transcurrir meses para conocer la identidad del dios y ponerle en condiciones dignas de ser expuesta. El monolito es una lápida cuadrangular de 3 metros y medio por 4, con un espesor aproximado de 38 centímetros. La cara superior está esculpida en relieve, parcialmente estucada y pintada en (ahora) desvaídos colores de rojo, ocre, blanco, azul y negro. En la mitología mexica, Tlaltecuhtli representaba al “Señor/Señora de la Tierra”, quien dio origen con su cuerpo al cielo y al inframundo. Descrita como un monstruo marino que nadaba en el mar después del fin del Cuarto Sol (personificación del caos previo a la creación), se dice que Quetzalcóatl y Tezcatlipoca, convertidos también en serpientes, la dividieron a la mitad; de una mitad se creó el Cielo; de la otra, la Tierra.

Continuará…

Luis Villegas Montes.

luvimo6608@gmail.com

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