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Nepantla (2ª. de 2 partes)…por Luis Villegas

 Pocos saben que el 21 de septiembre de 1810, el mismo día en que fue nombrado Capitán General del ejército insurgente, Miguel Hidalgo escribió a Juan Antonio Riaño, Intendente de la provincia de Guanajuato, el siguiente párrafo amenazador: “Sabe usted ya el movimiento que ha tenido lugar en el pueblo de Dolores la noche del 15 del presente. Su principio ejecutado con el número insignificante de 15 hombres, ha aumentado prodigiosamente en tan pocos días que me encuentro actualmente rodeado de más de cuatro mil hombres que me han proclamado por su Capitán General. Y a la cabeza de este número y siguiendo su voluntad, deseamos ser independientes de España y gobernarnos por nosotros mismos”.[1] Los motivos de Miguel Hidalgo podían ser humanitarios, y sin duda lo eran, pero el cariz político del asunto y las ideas libertarias no pueden pasar desapercibidos para nadie que sepa leer.

 En cambio, en ese “Juicio de Hidalgo”, las tintas cargadas se manifiestan de uno y mil modos, sutiles unos, grotescos otros; a Juan Ignacio Aranda, pongamos por caso, y quien personifica al inquisidor, lo maquillan como si fuera la bruja de Blanca Nieves: Lo visten de morado de la cabeza a los pies, con capa, cejas puntiagudas, ojeras negras y todo. No hay derecho, oiga, no más le faltaron los cucuruchos con velos en las sienes. En la pantalla situada al fondo del escenario no sabe usted, bien a bien, si se trata de un personaje malvado inspirado en la vida real o extraído directamente de la película de Shrek.

 Por otro lado, como ejemplo de la ligereza de los juicios contenidos en la obra, basta la reflexión en voz alta del “indígena moderno” que descarta las versiones de un amorío entre don Ignacio Allende y doña Josefa Ortiz de Domínguez, “La Corregidora”, con el argumento de que la célebre dama engendró doce hijos de su señor esposo. Ese dato sólo da cuenta de dos cosas: De la fecundidad de la susodicha y que en las cuestiones del tálamo doña Josefa era inquieta, por decir lo menos. No sirve para condenar ni exculpar a nadie (Por cierto, no entiendo ese afán de ponerle nombre así como de torera, si el Corregidor era su marido, don Miguel Domínguez, no ella). O esta otra, que pretende explicar el extraño repliegue del ejército insurgente, el 2 de noviembre de 1810, a un tiro de piedra de las puertas de la Capital, a partir de una reunión secreta de Hidalgo con los gobernadores indígenas, ¡qué ordenan la retirada luego de interpretar una orden de la Virgen de Guadalupe! Digo, si hasta en el texto de Heriberto Frías de 1910, “Miguel Hidalgo y Costilla. Padre de la Independencia”, se puede leer que: “Hidalgo se creyó más débil de lo que era y empezó a retroceder para hacerse de un ejército en toda forma… Ay, pero entonces la suerte le es aciaga”.[2]

 En una entrevista, el autor y director Miguel Sabido comentó los  motivos para escribir su obra: “Le interesaba mostrar desde un punto de vista dramático, qué es lo que hizo Hidalgo, cuál fue su importancia. ‘Él se levantó contra las leyes de Indias cuando dice: ¡Muera el mal gobierno!’”;[3] y en efecto, a lo largo de toda la obra se machacan, descontextualizados, los juicios condenatorios contra las Leyes de Indias y la Iglesia Católica, aplicándoles criterios del siglo XXI.

 Lo cierto es que, malas para su época o no dichas Leyes, sería interesante que el dramaturgo intentara deleitarnos con un ejercicio de reflexión sobre disposiciones inútiles posteriores a la conquista; le comento dos casos que no sólo no merecen la crítica ni la condena unánime del fragoroso juicio de la historia, sino que sus impulsores, respectivamente, don Benito Juárez y el General Lázaro Cárdenas, se han librado airosamente de ser juzgados por su sonoro fracaso ulterior -tras ponerlas en práctica- y han merecido, incluso, el reconocimiento multitudinario y apoteótico de miríadas de autoridades e historiadores sin que, en los hechos, ninguna de las dos haya servido para un demonio; me refiero, por supuesto, a las Leyes de Reforma -concretamente la de ocupación de bienes eclesiásticos, de 13 de julio de 1859- y la Reforma Agraria. A cincuenta años de la implementación de las primeras, muy a pesar de los otros méritos del “Benemérito”, el clamor de  Emiliano Zapata, “El Caudillo de Sur”, era, justamente: “Tierra y Libertad”; y a ochenta y pocos años del arranque de la segunda, siguen sin cumplirse ninguno de sus postulados originales y, en los hechos, los campesinos se siguen muriendo de hambre y el campo continúa sin producir.

 Con el respeto y la admiración que me merecen Manuel Ojeda y Angélica Aragón, huelga decir que no me gustó la obra, a partir de que interpreta una porción de la historia de este dolorido país, a trompicones, a retazos, en forma maniquea y escandalosa además. No me gustó la adaptación que hace Miguel Sabido de tales acontecimientos, para alimentar quién sabe qué extraños y estúpidos prejuicios ni ese enzarzarse en una diatriba lejana del hecho histórico y de la hazaña biográfica de “Padre de la Patria”. 

 Finalmente, debo decir que no ayuda, para comprar el Hidalgo de don Miguel Sabido, que el encargado de interpretarlo sea Jorge Ortiz de Pinedo quien, aunque muy bien caracterizado y toda la cosa, con esa voz de trueno que tiene sin inflexiones y ese modo atropellado de hablar, no sabe uno si se trata de Cándido Pérez, ya pelón, en su último estertor o Plácido López, recién escalpado, después de librarse de toda la parentela en “Una Familia de Diez”. Al final de la obra, cuando por fin Miguel Hidalgo se deshace de ese estado de nepantla y halla la palabra exacta para nombrar eso que emerge de entre las sombras de su batallar y grita: “¡México!”, le brillan los ojos a Ortiz de Pinedo de un modo especial y no se explica la audiencia si es por la emoción y el arrebato del momento, si son gotitas para los ojos que se puso de contrabando o si es el esfuerzo, virtud nada desdeñable en él, de durar casi dos horas, sobre un escenario, sin decir vulgaridades.

 Lo cierto es que si debiera ir de nueva cuenta a ver alguna de las obras de teatro que ya vi, me quedaría con “El Coleccionista” o “Un Dios Salvaje”, sólo por volver a ver a Bárbara Mori o a Ludwika Paleta. Además, si muestra usted su boleto anterior, le hacen descuento.

 Luis Villegas Montes.       luvimo6608@gmail.com


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