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¡Obedézcase, pero no se cumpla!…por Luis Villegas

 No falta nunca quien, inspirado por esos aires de sociólogo que de vez en cuando nos pegan a algunos, intente explicar -o justificar- el estado de cosas que padecemos los mexicanos en estas fechas, a partir de remotos acontecimientos. Un supuesto antecedente para el valemadrismo nacional y el laxo cumplimiento de la ley estaría, por ejemplo, en la famosa sentencia contenida en la Recopilación de las Leyes de Indias, Ley 22: “¡Obedézcase, pero no se cumpla!”.

 ¡N’ombre! A partir de esa brevísima frase, frecuentemente mal contextualizada,[1] se desarrollan sesudos análisis que pretenden dilucidar la naturaleza de nuestra real, o supuesta, indolencia en el acatamiento del orden jurídico establecido: “Así lo han observado de manera recurrente diversos intelectuales, literatos, historiadores, políticos y juristas a lo largo de casi toda nuestra vida como nación independiente. En efecto, desde la Historia de Méjico de Lucas Alamán hasta El laberinto de la soledad de Octavio Paz, pasando por La Constitución y la dictadura de Emilio Rabasa, por el Perfil del hombre y la cultura en México de Samuel Ramos y por la Breve historia de México de José Vasconcelos -por no mencionar sino a unos cuantos en medio de la pléyade de incontables obras y autores-, pareciera que la ilegalidad y la corrupción nos acompañan como una especie de ‘condición irremediable’ de ‘nuestra propia naturaleza vernácula’. […] Durante la época del virreinato, pareciera bastar con remitirnos a la archifamosa fórmula de la legislación indiana ‘obedézcase pero no se cumpla’, que habría propiciado en buena medida una aplicación selectiva y oportunista de la ley”.[2] Como si estuviéramos condenados genéticamente a ser estos que somos y sin poder aspirar a más.

 No se vaya a pensar que estos párrafos son un despropósito de mi parte o una ocurrencia; en días pasados leí una nota que, literalmente, me dejó turulato (más), según la cual existe una estrecha relación entre los pecados y la sobrevivencia; como lo lee, usted. Entre otras, destaco estas dos frases: “Hoy en día, diferentes estudios nos permiten conocer los motivos ancestrales que se esconden tras los pecados de los que el ser humano es presa diariamente” y “Los pecados son motores claves parecidos a la envidia que ayudan a los individuos a superarse”.[3]

 No quisiera yo, ni Dios lo mande, ponerme en plan moralista ni “mocho” y examinar el artículo a la luz de un catecismo mal entendido y peor aplicado de mi parte, no señor. Es sólo que ambos enfoques me parecen conformistas, por decir lo menos; apocados, mediocres, vulgares. Somos como somos porque así somos e, incluso, nuestras debilidades no son tales, sino, auténticos “mecanismos” de sobrevivencia con los que la Madre Naturaleza nos proveyó para sacar adelante nuestras miserias. ¡Cuánta ramplonería, Dios mío!

 Aunque pueda no ser políticamente correcto, después de todo estaba medio loco (o loco y medio) y los nazis eran sus declarados fans, me gustaría citar a Nietzsche. En “Así habló Zaratustra”, escribió: “El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, -una cuerda sobre un abismo-. Un peligroso pasar al otro lado, un peligroso caminar, un peligroso mirar atrás, un peligroso estremecerse y pararse. La grandeza del hombre está en ser un puente y no una meta: lo que en el hombre se puede amar es que es un tránsito y un ocaso”.[4] Rechazando de antemano la interpretación de ese párrafo como sustento para cualquier doctrina que profese la pretendida supremacía de alguna raza en especial, me gustaría leerlo (interpretarlo) en otro sentido. Uno más luminoso, más festivo, más alegre, más esperanzador, menos trágico.

 La inteligencia del ser humano es un hecho -aunque haya personajes de la vida pública nacional empeñados en intentar demostrar lo contrario-. Esa inteligencia, además, no sólo nos distancia de los animales irracionales, sino que nos permite aspirar a nuevas y mejores formas de convivencia. “Nos permite aspirar”, escribí, porque la inteligencia, como la adultez, la juventud, la belleza, el sexo, el grado académico o la filiación partidista, no constituyen garantía de nada per se. Es preciso, en forma cotidiana, sacar del pozo de nosotros mismos, las fuerzas y los motivos necesarios para afincarnos en la creencia de un mejor vivir para nosotros y para el de los demás.

 Los ladrones, cobardes, embusteros, desleales, farsantes, corruptos, etc. -que constituyen una considerable mayoría en la fauna política local y nacional y de la que no están a salvo ninguno de los partidos políticos en el poder o fuera de él-, a diario renuncian a esa posibilidad de extraer desde el fondo de su ser lo mejor de sí, para aportarlo a la olla común de la convivencia. Lo triste es que en ese esfuerzo de destrucción colectiva, por acción u omisión, colaboramos muchos de nosotros por ignorancia o apatía. Es más fácil incrementar las filas de los imbéciles morales que combatirlos.

        Sería deseable contemplarnos a la sombra de ese hombre de Nietzsche; ese hombre -o mujer, por supuesto- consciente de sí mismo, de sus fallos y debilidades, y que sin embargo, no transige con ellos; que no pacta ni se reconcilia consigo mismo con excesiva facilidad; y busca constantemente en el fondo de su pecho, en cada requiebro de la vida, ser mejor sin lastimar, ni herir, ni traicionar, a los demás.

    ¡Basta de una revisión de la historia que nos condena o nos premia por el sólo hecho de ser quienes somos! La historia se escribe cada día a partir de una y mil historias individuales. El reto siempre será superarnos a nosotros mismos a partir de vencer nuestros fallos, nuestra mezquindad, nuestro egoísmo, nuestra torpeza, nuestro miedo.

 

 Luis Villegas Montes.

luvimo6608@gmail.com


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