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Por Navidades…por Luis Villegas Montes

 

 

“Ya llegó diciembre” es una expresión que, por conocida, nos resume una estación, una época, un aire y, para algunos, quizá hasta un lugar en específico.

 

Para mí, desde hace tiempo, diciembre dejó de tener la resonancia de mis años jóvenes; por razones singulares, rara vez pasábamos las navidades en casa y tocaba festejar el algún otro sitio. Por lo general, en casa de algún pariente. Para mí, las mañanas del 25 tenían tintes de portento porque de la mano generosa de Lola, Paty, mi papá Cruz y mi tío Jesús, parecía que se abrían los cielos, tantos los obsequios, la sorpresa, el pasmo, la maravilla.

 

Hace unos días me preguntaba Paty, mi hermana, que qué tenía pensado hacer con los juguetes que guarda mi mamá en casa. Son juguetes viejísimos, de baterías, la mayoría de ellos, y descompuestos. Es posible que tengan guardados cuarenta años o más. “¿No quieres regalarlos?”, me preguntó. “No”; fue la respuesta. La verdad es que si sirvieran podría ser lindo dárselos a alguien, pero la tecnología es obsoleta, por decir lo menos; están oxidados y ninguno funciona.

 

Recuerdo particularmente un Volkswagen, color verde, que se manejaba a control remoto; lo que es un decir, pues en realidad estaba conectado a un grueso cable y se movía con cuatro pilas de esas grandes y pesadas; el carrito solo iba hacia atrás y hacia adelante, con dificultad se le movían las ruedas encendía los faros y hacía mic mic; sin embargo, en esos ayeres (hace cuarenta y cinco años) constituía todo un prodigio. Ahora, por menos de cien pesos, usted consigue un par de esos juguetes. Lo de ahora, son los coches de radio-control casi indestructibles (a los malditos les puede trepar un caballo encima, cuantimás un lepe).

 

Con lo anterior quiero decir que vivíamos en forma modesta, pero muy lejos de la miseria, y diciembre era en verdad y hasta el 6 de enero, ocasión de continua fiesta.

 

Luego llegó la adolescencia; como granada, la cosa reventó; y ahí sí, cada quien a rascarse con sus uñas porque aquello se volvió un merequetengue y celebraba uno a su modo y en cualquier lugar.

 

Pronto, a los trece años o poquito más, diciembre se convirtió en un asunto de jarana permanente que, con la excusa de las posadas, lo hallaba a uno en casa de perfectos desconocidos; muy amigables, eso sí.

 

Pasaron los años e, inevitablemente, mudaron también los apremios; pronto diciembre fue más un asunto de hijos y de ver que no les faltara esa ración mínima de obligada felicidad (que uno debería esforzarse en brindarles todo el año); por lo que empezó a desplazarse el eje de los festejos.

 

Ahora, con hijos adultos, el menor tiene veintiún años y el mayor treinta, la cosa perdió la lozanía de ayer y se vuelve un poco más reflexiva.

 

Para quienes somos creyentes, ya no es cosa de monigotes ni de indiscriminadas compras al por mayor; quizá sea posible recobrar un poco de esa magia si recordamos la esencia de la Navidad —el renacimiento de la fe y la esperanza— y compartimos un poco de lo que la vida nos da con quienes más lo necesitan.

 

Si ocurre, a veces ocurre, que la nostalgia le sube al pecho y no sabe bien porqué, dele gracias a Dios porque está vivo, porque goza de cabal salud, porque tiene algo que llevar a su mesa o a su boca y porque puede compartir con otros ese bienestar del que usted goza.

 

Si de verdad quiere pasarla bien, y recobrar sus años mozos, cuando la alegría de dar y recibir era limpia, nítida, de ojos brillantes y sonrisas resplandecientes, vaya a un lugar donde lo necesiten (sobran en esta ciudad), júntese con alguien, asóciese, coopere, súmese, y dé y comparta y sea usted, este diciembre —en otros y por otros— una mejor persona. Una que renazca al son de ese estribillo pegajoso de: “Navidad, Navidad hoy es Navidad; es un día de alegría y felicidad”.

 

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