Programados para conquistar el mundo…o perder peso…por Luis Villegas
Yo había decidido que no quería estudiar más. Se vale estar cansado.
Luego de concluir el doctorado en Derecho Judicial (en un ratito más mi buen amigo Juan Enrique López, el “Lengua de Hacha”, va a poder decirme “doitor” con pleno derecho) vino Luisa a sonsacarme —y Angy a convencerme— y me metí a la Especialidad en Mediación y Gestión de Conflictos que se imparte en el INFORAJ. Uno de los argumentos torales que empleó la segunda para persuadirme fue la calidad del proyecto (docentes, plan de estudios, etc.) y la verdad es que no se equivocó. Al día de hoy he concluido cuatro módulos (estamos a la mitad del quinto) y, sin excepción, debo decir que ha sido una sorpresa grata en extremo y sin ningún fallo.
No obstante, este fin de semana para mí fue excepcional; panista desde siempre, por convicción, de primera línea de batalla, panista con uñas y dientes —que más de una vez afilé a costa de algún correligionario (pero esa es otra historia)—, el de Programación neurolingüística (PNL) es un tema de sobra conocido. Recuerdo un malévolo artículo escrito años atrás: “Su formación empresarial [la de Pancho Barrio] y su vocación por la literatura novedosa de supermercado lo hicieron caer en la moda de la programación neurolinguística -una variante retorcida de la superación personal- que luego quiso hacerles llegar a todos sus burócratas. El resultado fue de caricatura, porque los empleados estatales -aseguran ellos- aprendieron a levitar y a usar -como Kalimán- el poder de la mente”.1 Para mal, con esa impresión me quedé.
Hasta el viernes.
Resulta que el módulo de PNL, a cargo de la maestra Araceli Viezcas, fue toda una revelación.
Más allá de comprar el discurso (me da penita empezar con esas cosas a mis 52), lo cierto es que me sedujo la visión detrás del mismo; de las seis características de lo que se llama la “mente inconsciente” rescato una sola para ilustrar este punto: pensar y hacer son lo mismo. No deseo adentrarme en la mística del planteamiento (recordemos cómo la Biblia nos dice que, en un principio, la tierra estaba desordenada y vacía y “dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz”;2 así, Dios creó la luz sólo con la palabra; dicho de otro modo: hay un milagro en la boca de Dios pues, aparejada al verbo, se haya la existencia de cualquier cosa que él diga) y ni siquiera aludir al énfasis en la capacidad del individuo de creer en algo (para empezar en sí mismo) y obrar en consecuencia; no, me detengo en una noción más modesta pero no por eso menos valiosa: la necesidad de reconocer y apreciar en su justa y extraordinaria medida el milagro de estar vivos.
En algún momento, la maestra nos invitó a comenzar a transformar nuestra vida a partir de pequeñas cosas que no nos cuesten un gran esfuerzo, como una especie de leve ejercicio calisténico, en ese afán de empezar a doblegar la propia voluntad; y como ejemplo puso, literalmente, la necesidad de dar gracias, al amanecer y al anochecer, por ese prodigio cotidiano de abrir los ojos y “pisar el suelo”. Y sí, ¡Dios mío! ¡Qué maravilla!: “abrir los ojos y pisar el suelo”. En nuestro diario devenir, inmersos en insulsas preocupaciones muchas veces, empezamos a olvidarnos, a desdeñar, ese portento cotidiano de respirar, de ver, de oler, de oír, de caminar… y la obligación inevitable de dar gracias.
Solo por ese recordatorio, tan vigente, tan bien planteado, tan necesario, ha valido la pena regresar a la escuela y cursar la especialidad, particularmente este módulo.
Debo decir, por otro lado, que alentado un poco por ese espíritu de mantenerse vivo merced a una actitud positiva, me metí a estudiar francés; confío en que después de ese mágico vigésimo primer día (fin de la tercera semana) y la práctica constante me libere de mis miedos y este yo mío —tan necio en un montón de cosas— se ponga flojito y cooperando en este asunto. ¡Merci pour tout, mon Dieu!
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Luis Villegas Montes.
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