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Refriteándome…por Luis Villegas

Escribir de lo que uno mismo escribe parece absurdo; sería como refritearse solo. A refritearme, pues.

Si he de serle absolutamente sincero a mis 23 lectoras y lectores (cifra oficialmente confirmada), periódicamente recibo algún correo como éste del cual, por respeto a su autor, omito el nombre del remitente: “O sea, sin fantasear tanto… ¿de veras cree que a alguien le interesa su mediocridad? Deje de mandarme esta basura o de plano lo voy a reportar a los administradores”. Escribí “periódicamente” y es verdad pues, correos de este tipo, he recibido muy pocos, quizá no alcancen los dedos de las manos para contarlos todos, pero sí los he recibido en varias ocasiones. Hay otros, menos groseros, que respetuosamente me piden que los borre de mi lista de contactos, en esos casos, procedo de inmediato.

Ya antes, frente a alguna bienintencionada aclaración o sugerencia me había preguntado: “¿Por qué escribo?”; o en todo caso: “¿Por qué continúo escribiendo?”. Sé cómo empezó todo esto: Quienes me leen desde hace más de un año saben dos o tres cosas: Escribía sobre la base de notas periodísticas; por lo general examinaba dichos, declaraciones, comparecencias, actos jurídicos, etc., a la luz de la legislación vigente y solía concluir con alguna reflexión más o menos mordaz. El propósito era muy simple: Mantener informado a un sector de la población muy específico, los panistas, de algunos aspectos propios de la administración estatal y compartir con otro más amplio, el de los comunicadores y el de la opinión pública en general, esos mismos puntos de vista.

Luego me cansé. Sentí que era como arar en el agua. Di cuenta de falsedades, crímenes, homicidios imprudenciales, simulaciones, desvíos de recursos, etc., (que incluía la denuncia a líderes del propio PAN por su mala gestión) y ahí estaba: En medio de la nada. Haciéndome de enemigos gratuitos en todos lados. Me cansé, pues, y un día decidí reírme de mí mismo. No sé cuándo, no recuerdo el momento justo ni exacto, pero sé que un día me harté de escribir sobre los descalabros ajenos y decidí empezar a hacerlo sobre cosas más luminosas o, como mínimo, menos oscuras.

Me imagino que de seguir por ese camino, tarde o temprano me habría cansado de nuevo. Sin embargo, en el trayecto ocurrió algo. Algo verdaderamente fantástico: Primero uno, luego dos y al final tres, cuatro, cinco lectores (viejos y nuevos amigos) empezaron a enviarme comentarios, sus propias reflexiones, sus particulares opiniones, sus coincidencias y sus discrepancias pero todos, o por lo menos una abrumadora mayoría, me agradecían la sonrisa que hacía aflorar en sus rostros luego de leerme.

Ahora sé, que tengo amigas y amigos priístas que, más allá de las diferencias ideológicas, comparten algunos de mis puntos de vista; sé que en el PRD algunas personas me leen con benignidad y hasta con agrado; sé que hay un señor que casi me dobla la edad (no se crea, don Rubén) a quien se le han humedecido los ojos luego de traer a su memoria recuerdos de su infancia lejana; sé de las andanzas de don Carlos (no se vaya a enojar, total, no he dicho dónde vive ni cómo se apellida), cuyas andanzas en sus mocedades en algo se asemejan a las de quien esto escribe; sé que no estoy solo en este asunto del cuasisonambulismo (y que estamos por formar un club); sé que hay personas que imprimen estas reflexiones y las comparten con sus seres queridos (estoy al tanto, por lo menos, de una mamá, de un novio y de un hijo); sé que me lee mi sobrina la mayor y que le gusta (lo que aligera mi corazón); sé que personas del DF y de allá, de Chihuahua, Durango, Coahuila, Veracruz, Oaxaca o Baja California (incluso de los Estados Unidos), a quienes ni siquiera conozco de vista, me leen con gentil asiduidad; sé que a muchas mamás, abuelas y mujeres en general -además de algunos papás que incluyen amigos del alma- las derriten mis reflexiones sobre Luisa, mi nieta, porque me lo han expresado de viva voz o por correo electrónico; sé que además de algunos de mis parientes por consanguineidad me leen una de mis cuñadas y su esposo (lo que me dio muchísimo gusto) y que les divierten mis peripecias; sé que hay un montón de gente a la que al recordarle cierto autor, o cierto título de libro o canción, se le hincha el corazón de júbilo; sé que existe la genuina bondad a partir de que una nueva amiga se ha empeñado en ser mi maestra de inglés a distancia (ya vamos en la lesson two -and by the way, the third is late-), porque otra -generosa en todo- en forma periódica me envía una palabra nueva en ese idioma para acrecentar mi vocabulario y porque un señor al que he visto una sola vez en la vida me envía chistes y pequeños textos de fácil comprensión; por no hablar de la multitud de consejos y sugerencias a ese respecto -de amigos entrañables y perfectos desconocidos- que me dejan eternamente agradecido con todos ellos; sé de que no falta quien me lee con atención y generosamente corrige alguno de mis equívocos como es el caso de la duración del conflicto en El Salvador o la discutible atribución a Borges de un poema recientemente citado; sé, ésa fue la mayor recompensa de todas, que mi hijo mayor, Luis Abraham, me lee y le gusta lo que lee y que sus palabras, que todavía resuenan en mis oídos, las voy a llevar en mi corazón hasta el último día de mi vida: “Pá: Soy tu fan”.

¿Entonces? ¿Cómo no voy a escribir? ¿Cómo no hacerlo si la inmensa mayoría de quienes me han devuelto un correo coinciden en ese punto de la sonrisa? Esa mayoría comenta que, tras leerme, se instala una mueca plácida en su rostro cuando no la franca carcajada. ¿Cómo no seguir escribiendo, pues, sabedor de que una persona, quizá a quien ni siquiera he visto o sé quién es, se sonríe aunque sea un poquito tras leer estos párrafos que de vez en vez envío? ¿Cómo no escribir si, inevitablemente, por lo menos cinco o seis o más de mis 23 lectoras y lectores cada que envío un correo me lo regresa para decirme la risa que le dio, el gozo que llevó a su corazón o la satisfacción que le produjo encontrar un alma gemela? Si tuviera que escribir las dos líneas más socorridas de respuesta a estas reflexiones periódicas mías, serían éstas: “No siempre estoy de acuerdo con sus puntos de vista, pero…” y “Ja, ja, ja, ja”.

¿No resulta pues maravilloso el poder concebir un pensamiento y trasladarlo al papel para hacer que otra persona ría o por lo menos sonría? No es hacerle feliz el día a nadie, lo sé (y lo siento), pero ese segundo, ese minuto, ese instante de regocijo bien vale ésta y otra media docena de páginas más según lo veo yo.

No siempre, aunque quisiéramos, podemos regalar a otros algo auténticamente nuestro. Yo puedo. Y si para seguir haciéndolo tuviera que llamarme a mí mismo -o consentir con que lo hicieran otros-: “Payaso” o “bufón”, sería un precio más bien modesto qué pagar para continuar con esta labor que, en lo absoluto, deteriora mi persona. Por el contrario: La enriquece, pues tocar a la distancia el corazón de otra persona para llevarle un poquito de contento no es nada desdeñable.

No soy literato, ni escritor, ni comunicador, ni pretendo serlo tampoco; soy abogado, no necesariamente muy bueno. No siento, ni descubro, ni declaro, verdad alguna; apenas expongo un punto de vista perdido en un océano de opiniones. Mi justificación pues, la única, es ésa más bien modesta: Burlarme un poco de mí y, en el proceso, reírme un poco de lo que me rodea. Nada más ni nada menos.

Aclaración pertinente ésta, porque ya estamos a viernes y quién sabe si la semana que entra tenga tiempo de escribir, por un lado; y por otro -ya lo habrán notado- a partir de hoy prescindo de enumerar mis párrafos. A lo que sigue y que es, dicho sucintamente: partirle su mandarina en gajos a la Coalición “Por la Transformación de Oaxaca”.

Luis Villegas Montes. luvimo6608@gmail.com

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