Renovarse o morir…por Luis Villegas Montes
El viernes 23 se casó Cecilia. Quién es Cecilia y por qué razón se coló en estos párrafos es un asunto largo de contar; baste con decir que Cecilia es amiga de Adriana y encarecidamente le pidió, desde hace seis meses, que “por favorcito no me fuera yo a pelonar el día de su boda”; con el cuento de que Adriana cargó el ramo pendiente de entregar a la Virgen y yo oficié de “Padrino de palo” (porque no hice absolutamente nada, más que acomodarle los tirantitos al vestido amarillo huevo de Adriana, porque uno se le iba cayendo), lo cierto es que nos sentaron en mero enfrente de la Iglesia y no era cosa de que el marido de la madrina de la novia, pareciera recién salido de Almoloya.
Cabe señalar que estas no son peregrinas ocurrencias de quien escribe estos párrafos, para nada; a mitad del año pasado ya me había yo rapado al cero, pero llegó mi sobrina Lily y también en trance de casarse me pidió que fuera yo, en compañía de Lola, su “Padrino de Lazo”, con la condición de que me dejara crecer el pelo; accedí sin remilgos, de lo que di fiel testimonio por escrito meses atrás,2 y ya me quedé así, total, estaba la famosa boda de Cecilia en lontananza. Pues bien, el pasado fin de semana emprendí una discreta investigación entre parientes y amigos y parece ser, parece, que no hay en puerta ninguna boda, ni bautizo, ni Primera Comunión, ni XV Años, que demande mis rizos; y en todo caso, de haberlos, no me han invitado, por lo que este fin de semana actuaré en consecuencia y me pelaré.
Cabe apuntar que los párrafos precedentes hacen las veces de notificación en forma para todos aquellos que requieran mi presencia en algún evento familiar o de negocios con pelo y todo; y que cuentan hasta las cero horas del domingo, para hacerme saber su parecer; si no, ya saben; luego no se anden quejando. Lola, Adriana, María y Adolfo, por favor absténganse.
Por otro lado, el título de esta reflexión se justifica habida cuenta de que le quiero avisar a mi público lector, esos entrañables ochenta pares de ojos que me siguen semana a semana, que ya por fin decidí dar el salto a la modernidad. Algunos de ustedes, quienes me siguen en Facebook, sabrán que desde inicios de este mes abrí mi blog personal; pues bien, no tengo muy claro bien a bien para qué sirve ni qué sigue, sin embargo, aquí me tienen, anunciándolo.
Yo llegué tarde a este asunto de las computadoras, del Internet, de los smartphones, del Twitter, de Facebook, etc. Recuerdo, no sin nostalgia, un lejano 1993, cuando se instalaron las primeras computadoras en el Congreso del Estado y ahí estaba ella, grandota, de un color negro mate inquietante, quieta y muda, como ave de mal agüero. No era el primer ordenador que hubiera visto en mi vida, no señor, pero sí el primero a mi entera disposición. Nos vimos fijamente el uno a la otra y viceversa y apreté uno de sus botones, zumbó y abrió sus ojitos. Leí, creo; teclee, creo; imprimí, creo; la adoré, definitivamente. Para mí que hasta ese entonces solo había trabajado con máquinas de escribir, eléctricas si usted quiere, pero máquina de escribir al fin, en las que borrar era un martirio (por no hablar del asunto de colocar la hoja de papel), la computadora era, al mismo tiempo, una bendición y una especie de pequeño milagro.
Recuerdo la primera vez cuando me quedé a trabajar hasta la una o dos de la mañana y vaya usted a saber qué le moví, cuántas “ventanas” abrí y porqué razón, el caso es que a esas horas le hablé a Eslí, mi amigo de toda la vida: “Gordo, ¿cómo se apaga esta madre?”. Porque no sé quién, ni con qué perversa intención, me había dicho que la máquina debía apagarse “desde el monitor”, antes de pulsar el on-off o -ni ¡Dios lo quiera!- desconectarla así nada más; pues ahí estuve, cerrando “ventanas” y nada. A las tres de la mañana dije: “Al carajo” y en brazos de la fatalidad, con una determinación digna de mejor causa, la desenchufé. Yo esperaba ver una columna de humo saliendo de la espalda del aparato, alma en pena detrás de otro CPU qué habitar pero no. Nada. “Descanse en paz”, me dije, también con una resignación digna de mejor causa; arrastrando los pies salí de la oficina dispuesto a presentarle la renuncia a mi Compadre Jorge, pues mi ignorancia supina había causado la muerte de ese animalito, al que en tan breve plazo le había cobrado un afecto arrasador. Al otro día, llegué, conecté el aparato de nuevo, limpié mis huellas digitales (gesto melodramático del todo inútil pues nadie más lo había usado) y pulsé el temido on-off. Esta vez no parpadeó ni abrió sus ojitos… me sonrió.
Después de ella han venido otras, muchas; tantas que ni las recuerdo; mi primera laptop la compré, usada, hace más de diez años; la segunda, me la robaron en el lobby de un hotel en el centro de Londres; de entonces a la fecha han pasado muchos ordenadores por mis manos y solo sé que ya no podría vivir sin ellos. Son una extensión de mí; una parte mía; un órgano más; como un ojo, una mano, un oído e incluso, una parte del corazón; tantas imágenes guarda, tantos recuerdos, tantos anhelos (propios y ajenos), tantos sueños cumplidos y pendientes de cumplir.
Pues bien, aquí estamos; como los Tres Mosqueteros, veinte años después. Escríbame a mi correo electrónico o síganme en los medios que gentilmente me publican o también en mi blog: http://unareflexionpersonal.wordpress.com/
Luis Villegas Montes.
luvimo6608@gmail.com
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