El señor de lento caminar…por Nazho Medina
Hace unos días me encontraba rumbo a la iglesia, cosa que no sucede muy a menudo, por lo general en ocasiones especiales, o cuando siento la necesidad de hacerlo.
En el camino mi preocupación era clara, ¿podría librar el síndrome del muchacho amable y llevar la celebración en la comodidad de mi asiento? ó ¿tendría que cederle mi lugar a alguna señora ya en edad avanzada?.
Dicho síndrome es cosa seria, estoy seguro que a muchos les ha sucedido. Uno se preocupa por salir temprano de su casa para llegar a tiempo a algún evento, encuentra un buen lugar, y de pronto a los cinco o diez minutos después de que todo inicia, tiene que levantarse y cederle el lugar a alguna persona que se puso enseguida, gracias a las miradas de una sociedad enardecida por tu falta de respeto e insensibilidad humana.
Y es que aquí el problema no es que uno sea un ogro sin sentimientos come humanos, claro que siempre cedo el lugar a señoras, abuelitas y mujeres embarazadas, así me lo inculcaron desde pequeño, y lo que bien se aprende nunca se olvida, sino que hay unas señoras que ni los cuarenta años alcanzan, que llegan a la mera hora, escogen a su víctima, y se colocan enseguida mientras se quejan de no encontrar lugar y de estar cansadas. Acto seguido la multitud se encarga de que la pobre víctima termine por ceder y correr a una esquina a relamerse las heridas. Claro, parado porque ya no hay lugar.
Dicho y hecho, todo sucedió. Mis técnicas para evadir el síndrome no rindieron efecto y tuve que ceder, pero esta vez había tanta gente dentro de la iglesia que terminé parado afuera de ella.
La semana había sido mala, muchos altibajos y el estrés se miraba en mi cara. Esto de terminar parado afuera no ayudó nada, llegué al techo de mi estrés y luego todo comenzó a bajar, me recargué en las escaleras y mi mente se puso a volar.
Estaba tratando de aterrizar mis problemas y de determinar las causas, que no pasaban de cosas simples, cuando por la banqueta pasó un señor que mas bien parecía de la cuarta edad.
Llevaba la cachucha de algún partido político y una camisa cafe que de tanto sudor ya parecía mapamundi. Pantalón sucio, zapatos más caminados que un bocho siendo taxi en el DF, y un cabello con mezclas de gris y blanco.
Dos cosas me llamaron mucho la atención de él; que realmente se miraba triste y cansado, y la segunda que tenía mal de Parkinson, ese en el que te tiemblan partes de tu cuerpo y no tienes control alguno sobre ello.
Poco se de esa enfermedad, pero inmediatamente me trasladé a una película que vi sobre ella, e invadieron mi cabeza las imágenes sobre como a las personas que les empeora pierden control sobre su vida y sus actividades, incluso las más personales como ir al baño, teniendo que depender prácticamente de otras personas para subsistir.
Me quedé mirando al señor hasta que se perdió en la esquina de la iglesia. Su caminar lento, sus manos queriendo tener vida propia, sus gestos de cansancio y dolor, de incertidumbre ante sus problemas. De manera paralela pensamientos y regaños invadieron mi mente.
Mis problemas son nada comparados con los de ese señor, los recorrí uno a uno y fui trazando actividades para resolverlos, el estrés que endurecía mi estomago se fue desvaneciendo y de pronto la gente ya salía de la iglesia.
A veces nos ahogamos no en un vaso, en una cuchara con agua, pero es ahí cuando debemos recordar que problemas todos tenemos, fuertes en algunas ocasiones, sencillos en otras, con o sin solución, pero con la garantía de que siempre saldrá de nuevo el sol.
Al fin y al cabo ¿Como podríamos disfrutar la vida en sus buenos momentos si no tenemos malos como punto de referencia?
Hay nazho para rato...
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