Talla 34…por Luis Villegas Montes
De un tiempo a la fecha, he hecho mía la frase memorable de mi compadre César Jáuregui pronunciada en un momento crucial de su agitada existencia: “Soy talla 34, pero con la 36 me siento muy a gusto”.
Así las cosas, estoy en pleno proceso de renovación. Ya me cansé de mirarme al espejo y verme forrado de cualquier cosa que me ponga encima. ¿Ha visto usted esas bolsitas de papel celofán rellenas de chocolates? -“Enjambres de nuez” creo que les llaman-, pues haga de cuenta: Se me saltan bultos por todos lados. Las camisas me miran, literalmente, boquiabiertas y los sacos parecen dos o tres tallas más chicos. Los cuellos no me cierran, las mangas se me trepan y para ponerme las mancuernillas necesito ayuda. Lo triste del caso es que a la media hora paso de mi más bien color serio, a un solemne violáceo. Además, con el cuento de que a María, mi hija, le dio por pedirme jugos de zanahoria casi a diario, “para broncearse de manera natural” -según su dicho-, ahora parezco uno de esos panes de dulce a los que familiarmente les llama uno “Cuinitos” (ésos así con un característico color café y, efectivamente, con insultante forma de marrano).
Pues bien, harto de tanta impresión cotidiana me metí al gimnasio y fui con la nutrióloga. Ahí, de inmediato me di cuenta de varias cosas: Me estoy encogiendo, resulta que mido dos centímetros menos que hace un lustro; además, en año y medio de vivir en el DF aumenté 8 kilos -no me explico cómo ni porqué, pues entre tanta vicisitud y preocupación debí haber regresado con 8 kilos menos-; y no es lo mismo: “Los Tres Mosqueteros” que “20 Años Después”. Digo, nunca fui un atleta, en la secundaria tuve una carrera efímera de corredor de 100 metros que terminó de súbito cuando paladee los prohibidos placeres del tabaco y ahí nomás renuncié por anticipado al oro olímpico y al honor de representar a mi País en Los Ángeles 84. Pero no hay derecho, mi primera semana de gimnasio fue espantosa.
En primer lugar, el instructor perfectamente podría ser mi hijo. Me refiero a su edad, obvio; no vaya usted a seguir la torcida lógica del General Álvaro Obregón quien, cansado de la fastidiosa presencia de un jovenzuelo imberbe que lo atosigaba a preguntas, en una de ésas ocurrió que el impertinente le preguntó su edad y al responderle el militar de mala gana, el joven replicó: “¡Ah, caray! Usted podría haber sido mi padre, General”; a lo que de inmediato respondió el “Manco de Celaya”: “Pude… Pero no quise”. Total, nomás verme, me preguntó el muy maldito: “¿Puede hacer lagartijas?”; a lo que, tras pensarlo un poco, respondí que sí; “¿Cuantas?”; “Una”, dije sincerándome (no le fuera a dar por apostar); y muy orondo me retó: “A ver: Hágala”. ¡Má!
Ése fue el principio. Todo lo que vino después fue igual de horrible; incluido el ejercicio ése en el cual levanto con cada mano una mancuerna de color… fiusha; porque las grandotas de color negro siguen ahí en los estantes, impávidas, mirándome con tamaños ojos.
Como el asunto de las pesas me resultaba bastante humillante -y las abdominales impensables- decidí que lo mío era el “Cardio”. Y sí; cada que me trepo a la méndiga caminadora el corazón se me sale por la boca; las sienes me laten como si trajera una víbora enroscada en la cabeza; los pulmones me chillan como órgano de iglesia chiquita descompuesto; y se me alegra el día con un impactante desfile de lucecitas fluorescentes -que danzan ante mis ojos como enjambre de luciérnagas insomnes-.
Otra cosa que me incomoda son los espejos; en teoría, a partir de cierto punto, deberían de servirle a uno de estímulo, pero en esta etapa del proceso aquello parece una mezcla de teatro guiñol y Plaza Sésamo. De principio a fin navego en una sensación de irrealidad que me lleva de sentirme marioneta a figurarme botarga, sin terminar de decidirme. Luego empiezo con los laterales y las pesitas y me gana la risa.
Si todo fuera como eso podría soportarlo. El asunto empeora porque el instructor me mira con su cara inocente y me pide que no respire por la boca, que inhale profundo, me concentre y tense los músculos para “sentir cómo trabajan”. La verdad es que en esos instantes yo quisiera que hasta las niñas de los ojos respiraran -para ayudarme- y cobro consciencia de que tengo huesos y músculos en zonas de mí que no sabía que existían, menos que tenían nombre. Así por ejemplo, he descubierto que los “trapecios” no nomás están en el circo; que en alguna parte de mi flácido vientre están el oblicuo mayor, el menor y el tranverso; que debajo de mi incipiente copa “A” tengo dos tipos de pectorales y un serrato; que nada más en los escuálidos hombros tengo deltoides, un redondo mayor, otro menor y un supraespinoso; que en las piernas debería de tener, entre otros, un glúteo mayor, uno mediano y otro menor; y así hasta llegar al Carlos Salinas de Gortari de mi anatomía: “El innombrable”, también conocido como “Esternocleidomastoideo”, que sigo sin saber exactamente dónde está ni para qué sirve… y sin embargo me duele (diría Galileo).
Claro que no todo es tragedia. Ya puedo subir las escaleras de un tirón, caminar 15 minutos seguidos y correr dos. El inconveniente mayor es que sudo a lo bestia y al terminar debo cambiarme hasta de calcetines porque nomás chacualeo: Splash, splash, splash, a donde vaya. Si me subo a la camioneta para irme a mi casa en esas condiciones, me resbalo del asiento y no respondo de mí. Al paso que voy, 2011 lo voy a terminar de 1.50 de estatura. Por cierto, no me decido a usar una banda de toalla en la frente ni, menos, a entrar a la clase de Ritmos Latinos; así empezó un conocido mío y ahorita está de bailarín exótico en algún lugar ignoto del trópico mexicano.
Pese a todo, soy feliz; de tanta lechuga estoy desarrollando unos incisivos formidables que son la envidia de Cuco, el hámster de Adolfo, mi bronceado no constituye una amenaza de cáncer de piel en el largo plazo y ya me puedo atar las agujetas sin que se me corte el resuello o con esa sensación de ahogo como si, de pronto, me hubiera despertado en la Luna sin tanques de oxígeno. Ahí la llevo: Hoy me pesé y bajé 53 gramos. Me faltan por bajar, poco más de nueve kilos. Allá por la Navidad del 2019, podré presumir de mis afanes de hogaño.
Luis Villegas Montes. luvimo6608@gmail.com
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