Mi amigo La Parka
Ornán Gómez
Señor K, casi es media noche y todavía sigo despierto. Le escribo desde de la cama, porque me quedé leyendo. A mi lado está Alegría de Manuel Vilas, finalista al premio Planeta dos mil diecinueve. En algún lugar de la ciudad hay fiesta porque la música resuena en el silencio de la noche. Mientras le escribo, recuerdo que hace un par de horas leí que La Parka falleció. Para que sepa, La Parka era uno de los luchadores que más admiraba, pese a que perteneciera al bando de los rudos. Los domingos cuando había lucha libre, mi hermano Víctor y yo no nos despegábamos del televisor, en tanto mi madre nos alimentaba con frutas con chile y limón. Prefería que estuviéramos allí que vernos en la calle.
La lucha libre era trasmitida al medio día, y para Víctor y para mí era una fiesta imperdible. Era el momento en que nos desconectábamos de la limpieza de la casa, de las tareas de la escuela y de los juegos en la calle. A cambio, nos adentrábamos al mundo de las patadas voladoras, las huracanas, los martinetes, las quebradoras y saltos desde la tercera cuerda. A mí me fascinaba mirar a los luchadores entrando al cuadrilátero. Cada uno entraba haciendo gala de algún movimiento que era sello de su personalidad. Octagón, por ejemplo, lo hacía con una marometa entre la primera y segunda cuerda. El rayo de Jalisco con unos pasitos de bailes. Pero el que sin duda se llevaba los aplausos y la admiración era La Parka, porque entraba bailando con un ritmo que yo deseaba tener en los pies. Se movía con pasitos cortos y moviendo las caderas de derecha a izquierda. Sus movimientos acompasados y su altura me hacían pensarlo como un titán invencible, pese a que fuera de los rudos.
Y era debido a las luchas libres por lo que mi hermano y yo soñábamos con ser luchadores. Yo técnico y él rudo. Así que sobre la cama empezamos a luchar. Tirábamos almohadas y colchas y destrozábamos la cama con nuestros saltos. Como ninguno de los dos se rendía, terminábamos en el piso. Sin embargo, nuestra lucha se prolongaba al grado de amenazarnos con arrancarnos los dientes. Prueba de ello es que yo tengo un par de cicatrices en la cabeza. Mi hermano se tomaba muy en serio eso de luchar y defender la cabellera.
Como no se dejaba someter yo terminé con la cabeza abierta y escurriendo sangre. Cuando eso pasaba, mi madre acudía en mi auxilio, algo como hacían los réferis de las luchas libres. Pedía tiempo para revisarme la cabeza, en tanto mi hermano se iba a una esquina. Después de revisarme, mi madre nos jalaba las orejas y nos enviaba a lavarnos la cara y luego a dormir. Ahora que lo recuerdo, sonrío porque mi hermano, de niño, siempre fue noble y humilde. Pese a ello, nunca dejó que yo lo sometiera.
¿Y cómo podría hacerlo si en la televisión veíamos que al Perro Aguayo le abrían la frente a punta de golpes con sillas o golpes contra los esquineros del cuadrilátero? En definitiva, la lucha era para no dejarse agandallar por nadie. Así que nuestra lucha la llevamos a la escuela, donde dividimos a nuestros amigos en rudos y técnicos. Cada uno de mis compañeros elegían ser el luchador que más admiraban. De allí que el campo de futbol se convirtiera en la zona de lucha entre buenos y malos. Allí practicábamos planchas, piquetes de ojos y quebradoras con tal de ganarle al contrario. Y vaya que sucedió. Recuerdo que a un chico que se decía rudo, para rendirlo, le aplicaron una llave en los brazos. Como no se rendía, el otro hizo más presión hasta que escuchamos un crujido como si un palo se quebrara. Al momento, el niño rudo pegó de gritos. Y no era para menos porque tenía la clavícula rota.
¿Habrán sabido de esto nuestras estrellas de la lucha libre? No lo creo. Ellos andaban ocupados en entrenar en algún gimnasio para llevarnos diversión. No creo tuvieran tiempo para ponerse a pensar en sus seguidores que, pienso ahora, éramos miles. En ese entonces no existía ni el Facebook ni el WhatsApp. Si hubiera existido, seguro que muchos hubiéramos tenido la iniciativa de formar grupos en apoyo a nuestras estrellas de la lucha libre. En muchos grupos La parka sería el rey. Sin embargo, teníamos que contentarnos con la televisión.
Mientras le escribo, resuena en mi memoria aquella voz que decía: Lucharán de dos a tres caídas sin límite de tiempo. En esta esquina, por parte de los rudos, ¡La Parkaaaaaa! Y los espectadores soltaban chiflidos y mentadas de madre. En la televisión no se escuchaban los ¡chinga tu madre, culero! Eso sería un pecado mortal contra las normas morales. Pese a que no pasara en televisión, sé que sucedía. Se lo digo porque años después, en Guadalajara, fui a ver la lucha libre. Y allí escuché que a los luchadores les mentaban la madre y les tiraban latas de cerveza. Los seguidores del luchador ofendido lo defendían con más gritos y más latas de cerveza. Así que en cosa de una hora la arena era un coliseo. Patadas y mentadas de madre en tanto que en el cuadrilátero los luchadores volaban por los aires.
Y La Parka, señor K, voló. Se tiró desde la tercera cuerda. Quiso ganarle a la muerte, pero no pudo. La primera y segunda caída las ganó, pero en la tercera perdió la vida. Cerró los ojos y se dejó ir a ese mundo donde seguirá luchando con sus contrarios. Perdió no sólo la mascara sino hasta las ganas de vivir, señor K. Se fue, pero dejó a miles de aficionados que lo seguirán recordando por algunos años, hasta que esos aficionados les toque colgar los tenis. Mientras tanto, descanse en paz mi amigo La parka, uno de mis luchadores favoritos.
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