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BIEN SER, BIEN HACER, BIEN ESTAR, BIEN TENER: LVIII CONFERENCIA ROTARIA “AURELIO LICÓN BACA”. 1ª. DE 2 PARTES…por Luis Montes

Rotary me ha deparado un montón de satisfacciones y alegrías; unas mínimas, otras entrañables. Pues bien, el pasado 1º. de mayo, durante el tercer día de la Conferencia Rotaria del Distrito 4110, denominada: “La Gran Conferencia Don Aurelio Licón Baca”, tuve la oportunidad de escuchar a Carlos Kasuga, empresario mexicano, de origen japonés, quien actualmente es Presidente del Consejo Directivo de la empresa Yakult en México, cuya filosofía de negocios se sustenta en el trabajo duro, la confianza y la cooperación. Si Usted lo googlea -a ver cómo le hace la Academia y nos devuelve las tildes a los pronombres demostrativos a cambio de no usar estos verbos monstruosos-, con eso está dicho todo y ya se puede ahorrar estos párrafos. Si le da flojera continúe leyendo. Resulta que don Carlos –o el “takataka” (como él se refirió a sí mismo)- en su plática fantástica de casi dos horas, me dio una lección de vida. Me explico.

 

Desde hace muchos años, casi 43, de algún modo me he sentido estafado. Cada vez que alguien me hablaba ensalzándome las virtudes de mis “maestros” -así en lo general-, yo repelaba. Cuando alguien osaba incurrir en el lugar común ese de “recuerda quién te enseñó a leer”; “recuerda quién te enseñó a escribir”; “recuerda quién te enseñó a sumar”, “recuerda…”, yo empezaba a torcer los ojos, a babear por la comisura izquierda de los labios, a ponerme de un color más intenso que el mío natural y a hacer aclaraciones babosas: “A mí me enseñaron a leer en mi casa”, decía yo; y, para ser más exactos -agregaba-: “Me enseñaron mi abuela Esther y Patty, mi hermana” (a quienes nunca terminaré de agradecerles su paciencia e infinito amor).

 

Con el correr de los años, cada vez que escuchaba la expresión “Alma Máter” me sentía en ídem, o séase con una partida del alma de la madre y ahí voy otra vez: “¿Alma Máter? ¿Cuál Alma Máter?; si mi mamá pagó mi educación –decía yo- con más de 30 años de trabajo, sudor y esfuerzo, de lo que dan testimonio sus dedos, que le quedaron como Churrumais, de estarle dale y dale a la máquina de escribir. ¿Cuál Alma Máter? Mi mamá se llama Lola; no Alma”.

 

En abono de esa postura venían -impertinentes y solidarios del enfado- los recuerdos. Yo desee ser abogado desde que tuve 5 o 6 años (uso de razón jamás he tenido) y nunca me plantee otra cosa, excepto en esas tardes de locura y ron en que me daba por ser filósofo, cura o militar, en ese orden. Pero luego regresaba a la cordura inmemorial de mi infancia, al redil de los sueños de niño y rectificaba: Abogado. Cuando llegué a la Facultad de Derecho, un ansia innombrable me devoraba y ahí estoy yo, a las ocho en punto de la mañana, como danzando entre nubes, el primer día del resto de mi vida, casi febril, pensando que esa bendita mañana se iban a abrir sobre mí, inclementes y venturosos, los cielos de la sabiduría… y nada. A la primera hora el maestro no llegó; y a la segunda, llegó otro -de quien omito su nombre por respeto a su memoria-, a balbucir un galimatías que duró un año árido y largo (por no hablar del ogro, bruto, de saltones ojos azules de loco). Me asquee. A la siguiente semana ya estaba metido, hasta las orejas (lo que es mucho decir), en el movimiento estudiantil en contra del “Pato” de las Casas.

 

Si eso ocurría, en tratándose de la Universidad, imagínese Usted lo que pensaba yo de mi estancia en la escuela pública donde estudié la primaria, la “Abraham González”, y de mi maestra de tercero quien, oronda y rozagante, se comía unos caldos enormes en su escritorio, servidos en una ensaladera (según yo recuerdo), mientras resolvíamos las ecuaciones que tapizaban el pizarrón y nos miraba con tamaños ojotes como si, quienes estuviéramos a punto de ser devorados fuéramos nosotros, pobres niños indefensos. Desde entonces me rebelé a esa sentencia de “recuerda quién…”; y solo de oírla, principalmente si estaba dirigida a mi persona, me empezaba a poner yo como la niña de El Exorcista.

 

Eso fue hasta el pasado 1º. de mayo, repito, cuando escuché a Carlos Kasuga, cuyas palabras me conmovieron hasta la médula; e hizo que se me mojaran los ojos (poquito nomás); y trajo de vuelta algunos de los mejores recuerdos de mi existencia que incluyen a dos de las personas más importantes y decisivas en mi vida: La maestra Lupita Duarte y el Lic. Noé Francisco Muñoz; y comprendí, de golpe, todo lo que les debo; a ellos y a otros muchos docentes cuyos nombres los obvio, pues enlistarlos aquí me dejaría sin espacio para seguir escribiendo-.

 

Continuará…

 

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Luis Villegas Montes.

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