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Contra viento y mareas…por Luis Villegas

Tengo muchas, demasiadas, cosas qué decir respecto de multitud de temas que van de lo profano a lo divino y no sé por dónde empezar. Será, tal vez, porque la mayoría no deja un resquicio para el optimismo. ¿Cómo estarán las cosas que la nota más festiva es la relativa al rescate de los mineros en Chile? Y para variar, la selección no ayuda: Ese empate lamentable con Venezuela deja muy mal parada a nuestra tambaleante e inciepientísima democracia, creo yo, pues da injustificados pero auténticos motivos de celebración al troglodita de Hugo Chávez. De la situación del PAN en Chihuahua de plano es mejor no hablar. Así las cosas, busqué en el cajón de mi alma alguna cosa digna de ser comentada y hallé dos: Sendos libros que iluminaron mis días y mis noches por unas cuantas horas.

 

         Como algunos de mis lectores recordarán, hace meses emprendí la infausta tarea de aprender inglés por mi cuenta. Luego de algunos escarceos con diversos textos, decidí dar el salto y empecé a leer novelas íntegras a fin ampliar mi vocabulario y auxiliarme en el titánico esfuerzo de no traducir las palabras o frases que leo sino -¡Oh, my God! (nótense mis adelantos)- pensar en inglés. Lo cierto es que eso de pensar en inglés está en chino, pero ahí la llevo; a la fecha he leído dos obras completas (de Michael Crichton y Tom Clancy) y voy por la tercera, “Medusa”, de Clive Cussler; todas, las he entendido con resultados satisfactorios sin ser óptimos (ése es un eufemismos para decir que me he dejado los ojos y ya se me fundieron varios millones de neuronas en mi denuedo por desentrañar el significado de las densas parrafadas en la lengua de Shakespeare).

 

El asunto es que, perdido en ese océano de palabras extrañas e incomprensibles, al menos para mí, decidí darme una vueltecita por tierra firme. Los meses habían transcurrido con lentitud y por diversas razones había yo postergado la búsqueda y la compra del premio Alfagura de Novela correspondiente a este año. Así que decidí buscarlo y lo encontré: “El Arte de la Resurrección”, se llama, y es obra del escritor chileno Hernán Rivera Letelier;[1] lo leí y ya, no me desmayé del gusto. Lo gracioso del caso es que en el transcurso de su búsqueda, sin proponérmelo, terminé leyendo la contraportada de “Contra el Viento del Norte”, del alemán Daniel Glattauer[2] y me enamoré del libro. Si usted cree en el amor a primera vista, cómprelo. No es una historia de amor, necesariamente; es, más que todo, una larga reflexión sobre un montón de cosas que van de lo común y corriente (cotidiano) a lo singular y extraordinario. En “Contra el Viento del Norte”, Glattauer nos regla una visión del alma humana: Masculina y femenina; y nos describe cómo la soledad y el aislamiento de nuestra época nos acorralan casi sin percatarnos; vivimos sin darnos cuenta que vivimos y en ocasiones, la realidad virtual llega a ser más vívida que cualquier otra. A través del mail -que no del chat-, Leo Leike y Emmi tejen una historia de amor que es todo, menos ordinaria ni convencional; máxime, si tomamos en cuenta que uno de los dos está “felizmente casado”, para decirlo en las palabras del autor. Es posible que la trama no sea reveladora; por su engañosa sencillez, podría resultar una historia insulsa; no obstante, la agilidad y el lenguaje ameno, así como los giros de la narración, la hacen una obra excepcional que recuerda, sólo recuerda, “La Tregua”, de Mario Benedetti, en su inteligencia, profundidad y aparente simplicidad.

 

         Pero vayamos por partes: ¿Por qué consagrar en esta fecha, precisamente, mis modestos esfuerzos a temas tan alejados del contenido y la significación de estos bicentedías, Batman? Sólo sé que esta semana quería escribir una reflexión que me aleje lo más posible del lugar común de los absurdos festejos del mes pasado y los inútiles por venir del mes que entra, así como de los clichés y del monótono devenir de las últimas semanas, en el transcurso de las cuales hemos prescindido de los espejuelos necesarios para mirar al -hoy por hoy- feo rostro del País, que se nos cae a pedazos sin darnos cuenta o, lo que es peor, sin querer darnos cuenta. Prefiero hacer como las avestruces, según dicen, y meter la cabeza en estas páginas que me sitúan a miles de kilómetros del aquí y el ahora y me pregunto qué pasará con Emmi y con Leo. Con el autor, construyo una tras otra, un montón de teorías; y en ese intercambio inacabable, agoto las horas y tomo el sol en tierra firme, en tanto deba regresar al embravecido mar de aprender inglés a los 45 años.

 

Los dejo con unas frases sueltas del texto:

 

Así se confirmaría mi teoría de que cada uno de nosotros es la voz de la fantasía del otro. ¿Acaso eso no es lo bastante bonito y valioso para dejarlo así?”.[3] Qué hermoso, ¿no? Legar a ser, de alguna manera, la fantasía de otro.

 

Ella cree que nos amamos pero no, no es amor, es sólo dependencia, posesión. Marlene no quiere soltarme, y yo, yo no puedo retenerla”.[4] ¡Cuántas relaciones naufragan merced a ese equívoco! A veces todo se reduce a una falta de valor: Valor suficiente para asumir que el amor se ha terminado o para decidir vivir con nosotros mismos a solas, aunque duela.

 

Escríbeme Emmi. Escribir es como besar, pero sin labios.  Escribir es besar con la mente. Emmi, Emmi, Emmi”.[5] Escuche, pero verdaderamente escuche, un día a Agustín Lara y podrá constatar, sin lugar a dudas, que escribir “es como besar, pero sin labios”.

 

En la ‘vida real’, si quieres que las cosas salgan bien, si quieres resistir, debes pactar continuamente con la emotividad: ANTE TAL COSA no puedo reaccionar en Forma exagerada. TAL OTRA tengo que aceptarla, respecto a TAL OTRA debo hacer la vista gorda. Uno adapta sus sentimientos al entorno sin descanso. Es indulgente con quienes ama, asume ciertos pequeños roles cotidianos, hace equilibrios, compensa, sopesa para no poner en peligro toda la estructura, pues uno mismo forma parte de ella”.[6] Y así es en efecto. Fingimos ser como somos para embonar con el mundo de los otros y construir, juntos, ese terreno de bordes irregulares e imprecisos que llamamos “La vida real”.

 

Y esta declaración me conmueve porque en efecto, los seres humanos somos así aunque nos empeñemos en negarlo: “Sabe que uno sólo puede pedirle a los demás que sean lo que es uno: un montón de caprichos, un cúmulo de dudas de sí mismo, una combinación de divergencias”.[7] Y quizá, sólo tal vez, entre más nos esforcemos en renegar de esa dúctil condición, más caprichosos e intolerantes nos volvemos, más fieros ortodoxos de sí mismos.

 

Esta declaración de amor me encanta por sincera y realista: “Me emociona, me altera, a veces me dan ganas de mandarla a la Luna de una patada, pero con las mismas ganas iría a buscarla y me la traería de vuelta”.[8] ¿Qué sino es el verdadero amor? Las “historias rosas” están bien para la televisión, la caja idiota; el “vivieron felices para siempre” existe sólo en los cuentos para niños; el vivir feliz para siempre con otra persona entraña considerables dosis de tolerancia, gentileza, generosidad y sacrificio; si resulta, entonces sí, es posible llamarle: “Amor” a ese esfuerzo con todas sus letras. Escribe en otra parte Daniel Glattauer: “Lo de ‘idilio familiar’ es un oxímoron, dos conceptos que se excluyen: o familia o idilio”.[9]

 

Pero la música es vida, mientras suene nada muere para siempre”.[10] Y es verdad.

 

Luis Villegas Montes.

luvimo6608@gmail.com


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