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Gabriel García Márquez, gracias por todo…por Luis Villegas

 

 

Esbozados ya los párrafos de esta semana a partir de una consigna equívoca que terminó por no serlo -una reiteración pública e inútil de la certeza que me habita desde hace una semana-, vino a definirlos el cataclismo: Murió Gabriel García Márquez. Escapar del lugar común parece imposible. Intentaré unas líneas que, si no desde la originalidad, pretenden abrirse paso desde lo más profundo de mi corazón.

 

Habituado a leer a algunos autores clásicos del panteón mexicano, Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, José Rubén Romero, Agustín Yáñez, Juan Rulfo y otros, muy temprano en mi vida renuncié a leer a los latinoamericanos (herejía, Carlos Fuentes nunca me gustó). Erróneamente, a todos los corté por la misma tijera. Para reconciliarme con ellos, tendría que esperar a Jorge Ibargüengoitia, por ejemplo o, al final, a Héctor Aguilar Camín o a Jorge Volpi -con sus altibajos-. Sin embargo, confundido, perdido en ese páramo de juventud, para suplir a los mexicanos llegaron Mario Benedetti, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Isabel Allende, Mario Vargas Llosa y, en la cúspide, en la cima, en el punto exacto de la entraña conmovida, Gabriel García Márquez (la auténtica literatura golpea en las tripas o convoca a las lágrimas, no hay más).

 

La primera vez que lo leí no sabía que lo había leído. Decía un libro de primaria (de 3º, 4º o 5º, no recuerdo de qué año):

 

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos […]”.1

 

No me enamoré de la literatura porque enamorado ya estaba. Me enamoré de las palabras -de su ritmo, de su son, y aprendí a no temerlas, que es más mejor-. Luego, vendría otro estremecimiento; otra sorpresa, un espasmo de júbilo en plena efervescencia (contaba yo escasos 19 años), que no me abandonaría ya más:

 

“Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro”.2

 

Dice el primer párrafo de la novela de amor más entrañable que he podido leer desde que el Mundo es Mundo y nació para mí. Y no, ese amor no guarda ninguna relación con los dos personajes que cita; no se trata ni del doctor Juvenal Urbino ni de del refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour; el amor trata de los dos ausentes en ese párrafo y auténticos protagonistas de la historia que tejen sus páginas: Fermina Daza y Florentino Ariza. ¿Cómo nace el amor? Pregúntenselo -y tendrá que coincidir conmigo-, el amor nace de idealizar a la persona amada; de atribuirle virtudes improbables; de albergar sentimientos imaginarios; o de, al cabo de un tiempo, ya no pensar más que en ella; ¿o no?:

 

“Florentino Ariza las veía pasar de ida y regreso cuatro veces al día, y una vez los domingos a la salida de la misa mayor, y con ver a la niña le bastaba. Poco a poco fue idealizándola, atribuyéndole virtudes improbables, sentimientos imaginarios, y al cabo de dos semanas ya no pensaba más que en ella”.3

 

Nunca me he desecho de ese libro y, junto con “La Tregua”, de Benedetti, y “La Guerra de Galio”, de Héctor Aguilar Camín, es el libro que he regalado más veces.

 

Como sea, el vívido recuerdo de Gabriel García Márquez en mis noches y mis días no pasa en mí -y sobre mí- como la tersa memoria de sus libros (“El Coronel no tiene quien le escriba”, “El Otoño del Patriarca”, “Crónica de una muerte anunciada”, “El General en su laberinto” o “Memoria de mis putas tristes” entre muchos más), no; Gabriel García Márquez pesa en mí por la revolución que inauguró en mi pecho; por el incendio; por la revuelta que no ha cesado y mezcla, inclemente, el fervor y el odio; el amor y el cólera (y la cólera); el heroísmo y la insurgencia; la cruda realidad y el realismo mágico; la contradicción sempiterna entre el ser y la aspiración.

 

Me despido de él con los párrafos que alguna vez escribí en trance similar, tras la partida de Facundo Cabral (otro ilustre inmortal):

 

“Había quedado con Adolfo de ir hoy a jugar “básquebol” -así lo pronunciaría, Cabral- y a echarnos en el césped a ver el sol de la tarde a trasvés del follaje de los árboles; habíamos quedado de ir a comer papitas con Valentina y a beber cocacolas -es decir, habíamos quedado en envenenarnos lenta y felizmente-.

 

Ahora creo con mayor ahínco que no puedo faltar a ese compromiso; creo que eso es precisamente lo que llamamos ‘vida’ y creo que no existe mejor modo de celebrar la muerte.

 

…Que después sea lo que Dios quiera, porque él sabe lo que hace”.4

 

Que me encuentre la muerte con un libro en las manos y el corazón en su sitio. Descanse en Paz por siempre; y gracias por todo, Gabo.

 

Luis Villegas Montes.

luvimo6608@gmail.co

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