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Hablando de libros…por Luis Villegas Montes

Buenas noches:

Tiempo atrás, escribí que estaba pendiente de hacer una confidencia a ustedes mis escasos veintitantos lectores (aunque con inexplicable mala fe haya quien ponga en duda esta cifra esperanzadora y la sitúe en el linde de los diecitantos). Como suele ocurrirme, mis cabras tiraron al monte y después de semanas ocupado en otros menesteres heme aquí, escribiendo ésta que será, sin duda, la última reflexión del año que está por concluir.

Estas fechas, me agarran con una tos del carajo que inició el 2 de noviembre próximo pasado -sí, leyó usted bien-; y a la que ya le empiezo a tener hasta cariño, visto el efecto arrasador que produce en el ánimo de Adolfo, quien me voltea a ver como si fuera yo perro triste y se me junta para toser conmigo (y conste que ya me tomé, unté y bebí, cuanta medicina, remedio y mejunje tuvieron a bien sugerirme propios y extraños que incluye a mi cuñado, Noel, a mi mujer, a Luis Abraham -mi hijo el soldado, porque es mi hijo el mayor- y a una variada fauna de amistades); amén de que, de seguir así, voy a tener unos abdominales envidiables de aquí a junio.

Pero no es de mis cabras locas ni de mis males que deseo escribir esta mañana fría. Es sólo que termino el año leyendo sendos libros de autores entrañables, Carlos Ruiz Zafón[1] y Arturo Pérez Reverte,[2] que me llevan, en distintas épocas y circunstancias, a la España de mis amores y más allá. A ambos los he leído en el pasado con un deleite absoluto y confío en que no me defrauden y me regalen en estas fechas, proclives al derroche, una ocasión de gozo singular, al alcance sólo de quienes amamos la lectura como si de respirar se tratara.

Tras mucho cavilar, si usted me pregunta: “¿Para qué leer?”, le diré que la lectura no es sólo fuente de solaz o de saber; la lectura cumple diferentes propósitos, el principal, en mi opinión, situarnos en perspectiva. La lectura nos ayuda a entendernos y a entender el Mundo. En efecto, leer no nos hace mejores personas, necesariamente, pero de manera inevitable nos destierra de los terrenos del yo para instalarnos en el país del otro. Si la ignorancia o la soberbia nos inducen a pensar o a creer que somos únicos e irrepetibles, la literatura nos abre los ojos a la realidad del orbe y, más importante todavía, a la realidad de uno mismo pues quien lee con atención, confronta, compara, ensueña, imagina, se pregunta, toma partido y termina por percatarse de que sí, somos uno, pero nuestras vivencias, todo nuestro amor, toda la soledad, todo el miedo, toda la felicidad, toda la miseria, son esencialmente humanos y forman parte del bagaje de cualquiera. La literatura hermana, como escribí alguna vez; y en el ínterin, nos regocija o nos conmueve.

Y va la confidencia.

Cuando era joven, muy joven, deseaba escribir. Pensaba que un día, algún día, iba a dedicarme a escribir cuentos y novelas. La vida (que también tiene problemas con sus cabras) me llevó por otros derroteros y terminé estudiando leyes. Adolescente, recuerdo que había una sección en el periódico El Heraldo de Chihuahua que me gustaba mucho, cuyo nombre se me escapa en estos instantes (y se me escapa porque mi recuerdo insiste en nombrarla “El Ágora”, pero no estoy seguro), dedicada a la filosofía, a la historia, pero principalmente a la literatura; ahí leí, por ejemplo, algún cuento breve de un autor español, otro, que pocos recordarán: Enrique Jardiel Poncela; a quien conocía merced a los buenos oficios de mi papá, quien me obsequió, y todavía conservo, un montón de libros de su autoría. Recuerdo uno en especial, otra vez el título del cuento se me escapa (¡méndigas cabras!), cuya característica principal era que se trataba en realidad de un lipograma, es decir, de un texto escrito sin emplear una de las vocales del alfabeto; eso me azoró pues hasta que no leí el pie de página no caí en la cuenta de que, en efecto, todo el escrito carecía de una vocal; no obstante, la narración era tan coherente que uno no se percataba de ese hecho al primer vistazo. Yo guardaba esas páginas que, el tiempo y la nostalgia, tiñeron de amarillo y les comieron los bordes; y pensaba que algún día podría publicar mis propias historias. Me gustaba recordar que el célebre Alejandro Dumas había publicado algunas de sus novelas en fascículos; sin ir más lejos, los “Tres Mosqueteros” fue publicada originalmente en folletín por el periódico Le Siécle, entre los meses de marzo a julio de 1844. Huelga decir que nunca lo hice (no publiqué ningún cuento ni novela en esos términos) y que lo que he escrito y publicado desde entonces, tiene más de ciencia imperfecta (muy) que de aproximación al arte.

Como sea, el gusanito queda, y por este medio le obsequio a usted, apreciable lector, querida lectora, el prólogo de una novela que escribí hará cosa de dos o tres años y que, para variar, no ha visto la luz del sol; mes a mes, capítulo a capítulo, iré alimentando su curiosidad si ése fuera el caso; si no, lo borra y listo. ¿Por qué lo hago ahora y en estas condiciones? Primero, por gusto, para que ésa y otras inquietudes no se queden atoradas en el alma y le den cabida a los anhelos por venir; en segundo lugar, para que luego no se diga que no amo profundamente uno de los orígenes de nuestra actual nación.

Les deseo, a todos, de todo corazón, a los veintitantos (o diecitantos) lectores, una muy Feliz Navidad y un magnífico 2012. Que Dios los colme de bendiciones. Nos vemos en enero, si Dios quiere y las cabras se aquietan.

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