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Joelia, Poinsettia…por Luis Villegas Montes

Esta narración no la habría escrito si no hubiera leído a Marcel Aymé; a Marcel Aymé no lo hubiera leído si mi buen amigo Pepe Martínez Valero no me regala un maravilloso libro de cuentos; y a Pepe Martínez Valero no lo hubiera conocido si no me lo presenta mi compadre César Jáuregui; así que si hay que reclamarle a alguien estas líneas, vaya y reclámele a mi compadre César Jáuregui.

En un lugar de Poinsettia de cuyo nombre no quiero acordarme (Poinsettia es un país así bautizado por el historiador, y paisano, José Fuentes Mares. Historias sobre la historia de Poinsettia -dicho así suena confuso, en inglés es más claro: “Stories about Poinsettia’s History”-, se podrían contar por docenas y tal vez un día las cuente), en un lugar de Poinsettia, repito, ocurrió que de la noche a la mañana sus habitantes comenzaron a morir. Así, sin explicaciones ni mayores trámites.

Un día se despertaron felices y contentos; y al otro, estaban sumidos en el pasmo de la tragedia. Al norte, sur, este y oeste del país, una plaga de violencia sin parangón se cernió sobre él sin distingos de raza, sexo, credo o condición. El crimen, en todas sus modalidades, se enseñoreó de su territorio: Desde los robos a casa habitación a los robos de automóviles; de los asaltos a la extorsión; de los secuestros a los asesinatos masivos, ningún horror le ahorró la mala fortuna a sus naturales, los poinsettenses, que porque “poinsettanos” se oía muy feo.

En Joelia (Estado situado al norte de Poinsettia), una atareada Cámara de Representantes se reunió para discutir la adopción de medidas para combatir la grave crisis. Un buen día, tras largos y sesudos debates, un rayó de luz atravesó el algodonoso cielo de Joelia, cargado de nubes y negros presagios, y pegó en la frente de uno de los representantes populares azules más conspicuos. El noble tribuno se ató los coturnos, se alzó de su curul, se acomodó la toga añil y con voz firme y varonil cimbró el Recinto Parlamentario: “Retiremos de las licencias de conducir el dato del domicilio de sus poseedores”, clamó. “Las licencias sin domicilio no buscarán esconder al ciudadano sino protegerlo”, bramó, y como fichas de dominó, una tras otra, la voluntad del resto de los legisladores cedió a la portentosa e inteligentísima propuesta y en un santiamén habían votado ya la Ley que elimina el dato del domicilio del poseedor en las licencias de conducir. En esos instantes, como pollo en rosticería, Solón se revolvía, furioso, en su tumba, cárdeno de la envidia.

Claro que los diputados azules no sabían, no sabían ni porqué eran azules y no colorados, verde guacamaya o amarillo chillón, menos iban a saber que el mismísimo líder supremo de los azules, en la Capital de Poinsettia, llevaba años tratando de convencer a los miembros del Congreso de la Unión de aprobar un instrumento llamado “Cédula de Identidad” que tenía más registros que pelos un gato: Firma, nombre, domicilio, número de la CURP, las huellas dactilares de los dedos de la mano derecha y los cinco ortejos del pie izquierdo, sexo, clave del RENAPO, del RENACI y en su caso del RENAME, fotografía del rostro del titular y de los iris de los dos ojos (tuertos favor de abstenerse), nacionalidad y una muestra de saliva y otra de pipí.

Pues en su ignorancia, los azules propusieron y los colorados, los amarillo chillón, los morado solemne, los verde guacamaya y demás miembros de la fauna parlamentaria, votaron jubilosos la reforma. Todos, excepto la población, claro, fueron felices exactamente por dos horas doce minutos y treintaiún segundos. A nadie se le ocurrió preguntar, obvio, cuál era la vinculación directa entre el dato del domicilio y la incidencia delictiva, por ejemplo; ni tampoco cómo la supresión de ese solo dato iba a reducir los índices de criminalidad en Joelia, empalagados y complacidos en su sabiduría innata e infalible intuición.

Uno de los colorados, cansado de tanta celebración, se sentó en su escaño a papar moscas y de pronto sintió comezón en una nalga; se llevó la mano al sitio en cuestión y se palpó la cartera, lo picó la tentación pero se acordó que era la suya propia. La sacó, algo cayó al suelo y un nuevo rayo de luz también besó su frente: “Esperen”, dijo, mirando el documento que aferraba en la diestra: “¿Y la credencial para votar con fotografía?”; preguntó de manera retórica al éter, pues en esos momentos sus compañeros diputados y sus compañeras diputadas seguían inmersos en el jolgorio del deber cumplido con creces. La escena se congeló y, uno a uno, otra vez como fichas de dominó, los parlamentarios se fueron dejando caer en sus sitiales abatidos. “La credencial para votar con fotografía… carajo. ¿Cómo se nos fue a olvidar?”. Las mujeres, más prácticas en todo, al fin de cuentas, en rápida sucesión empezaron a preguntar en voz alta: “¿Y el recibo del teléfono? ¿Y el del gas? ¿Y el de la luz? ¿Y el del agua? ¡Y el del cable!” En ésas estaban cuando llegó corriendo, de quién sabe dónde, otro legislador, quien portaba un directorio telefónico sobre su cabeza, abierto justo a la mitad, como Moisés bajando del Sinaí con las Tablas de la Ley. Una imagen vale más que mil palabras.

Dos meses después, la propuesta de la Legislatura local era que excepto por la foto y el nombre -identificado por siglas, ejemplo: URSS (Uriel Roberto Soriano Salas), ONU (Óscar Nava Urbina), KLM (Karla Lugo Martínez), SOS (Sonia Orozco Solís), etc.-, cualquier tipo de credencial o recibo estuviera completamente en blanco. Tras la propuesta de suprimir el directorio telefónico llovieron amparos y el debate se pospuso cuando uno de los colorados, feo como pegarle a la propia madre, subió a la tribuna para proponer, uno, que los ciudadanos, sin distingo de clases ni atributos físicos, usaran bolsas de papel de estraza, con hoyitos para los ojos, como un medio para mantener el anonimato de la identidad ciudadana; y dos, que el Gobierno las subsidiara (tenía un negocito de hacer bolsas).

Famélicos, tenían dos meses a punta de café, agua, refrescos y galletitas, los señores legisladores y las señoras legisladoras decretaron un receso y se fueron a comer al Mesón de Catedral, un restorán instalado estratégicamente enfrente de la Torre Legislativa de Joelia… Y ahí siguen entre enchiladas verdes con pollo y una ensalada de arándanos y queso de cabra que está como para chuparse los dedos.

Los poinsettenses, por cierto, siguen entre muriendo y matándose.

Luis Villegas Montes. luvimo6608@gmail.com

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