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Matrimonios Gay (parte final)…por Luis Villegas Montes

Sobre la base de lo anterior, no cabe duda que la familia, entendida como una unidad natural, constituye el fundamento del conglomerado social; a raíz de lo cual, el derecho debe reconocer y tutelar las relaciones que de ella surjan. Ahora bien, aunque la integración del núcleo familiar ha variado de modo significativo en el transcurso de los años, lo cierto es que la Ley brinda eficacia a distintos tipos de vínculo (afectivo, de solidaridad, de convivencia, etc.) para reconocer su existencia en una situación y momento determinados; y a partir de los distintos modos de interrelacionarse, o a las diferencias intrínsecas respecto de los distintos factores que intervienen en su constitución, es que reconoce y regula distintos tipos de instituciones susceptibles de generarla, como son el matrimonio, el concubinato o el parentesco.

De este modo, aunque la Constitución no dota, al concepto de “familia”, de un contenido específico, la legislación secundaria sí lo hace y para ese fin, reconoce las tres instituciones antes mencionadas como generadoras del primero; mismas que, además, atendiendo a las diferencias específicas entre los elementos que las integran, son reguladas de modo diferente en cada caso. Así, por ejemplo, respecto del matrimonio, el legislador ordinario consideró que los elementos que integran esta institución son: La formalización del vínculo; la posibilidad de realizar comunidad de vida; procurarse respeto y ayuda mutua; y la perpetuación de la especie. En tanto que los del concubinato son idénticos, excepto por uno de ellos: La omisión de cumplir con las formalidades que la Ley prevé para el matrimonio. Previsiones todas que se explican atendiendo a circunstancias biológicas y sociales pues resulta innegable que, a partir de la unión de un hombre y una mujer que deciden realizar vida en común, la consecuencia previsible y de hecho es que tengan descendencia. Esa serie de factores, aunados entre sí, así como las diferencias que entre ellos surgen, obligaron al legislador, desde tiempos inmemoriales, a diseñar dos figuras distintas para describir el mismo fenómeno; una que introducía aspectos formales para darle solidez y otra para describirlo y regularlo solamente en calidad de hecho. Situación que, como el sentido común lo indica, se basa en el orden natural de las cosas que distingue entre dos sexos y su unión forzosa para perpetuar la especie humana.

Pretender otra cosa, repugna al sentido común, pues hasta la propia Suprema Corte de Justicia de la Nación ha sostenido que el de “familia”, es un concepto más de índole sociológica que legal, por lo que “cualquier distinción jurídica entre cónyuges y concubinos deberá ser objetiva, razonable y justificada”;1 y en la especie, no puede haber una diferencia más objetiva, razonable y justificada que aquella que distingue entre hombre y mujer. Diferencia que, en lo absoluto, pretender sustentarse en roles de conducta preasumidos sino en diferencias biológicas concluyentes y, en cierta medida, insalvables. Lo anterior no significa que esa nota distintiva, la diferencia entre los dos sexos, deba constituirse per se, en la asunción de un rol por parte de alguno de los contrayentes o de ambos. La evolución de los derechos humanos no deja lugar a dudas; las personas no son objetos a los cuales se les pueda imponer obligaciones contrarias al respeto, inherente a su condición de seres humanos, a la intimidad o integridad: “Las personas no son el objeto para la consecución de un fin sino son sujetos con dignidad y con derecho a ejercer su libertad procreacional”;2 empero, la regulación jurídica de cada institución se realiza precisamente en atención a las notas que la caracterizan y la distinguen del resto.

Por ello, hablar de “matrimonio entre personas del mismo sexo” es un contrasentido que repugna a la razón y al sentido común. Ciertamente, la dinámica actual de las relaciones familiares obliga a considerar distintas formas jurídicas tendentes a regular la unión de personas del mismo sexo;3 sin embargo, no se puede llevar a cabo esa labor subvirtiendo el sentido o la connotación jurídica de las instituciones ya existentes bajo la excusa, absurda, de atentar contra los derechos de las minorías. Eventualmente, legalizar las uniones de las parejas del mismo sexo es una tarea del legislador, no del juez; para lo cual, deberá de generar un marco normativo ad hoc, que tutele los derechos y obligaciones recíprocos de sus integrantes, bajo la forma y con la denominación que el caso amerita. Pero no, trastornando el sentido y alcance de las instituciones existentes: “Hablar es pensar. El que trastorna lo que habla, trastorna lo que piensa”.4

Luis Villegas Montes.

luvimo6608@gmail.com

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