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Otra vez, ¿sexo o género? 3ª de 3 partes…por Luis Villegas

La primera verdad que es necesario asentar e incluso elevarla casi al rango de axioma es que el sexo es, en principio y en definitiva, el medio que la naturaleza eligió para perpetuar la especie. Es decir, el sexo no tiene un propósito distinto que la reproducción; que después hayamos querido encontrarle otros usos y fines es otro asunto; pero el sexo, el sexo, EL SEXO, es el método natural que los animales tenemos para reproducirnos. Y esta aseveración es de capital importancia porque, si bien se halla en el centro de este debate, a menudo se le soslaya. Antes de proseguir, permítanme poner un ejemplo muy simple: Usted puede usar una pistola para clavar un clavo. La toma del cañón y empieza a dale y duro con la cacha; pero, si se le dispara y le vuela un pie u otra parte de su santa anatomía, eso ocurre porque la pistola no está hecha para clavar clavos, sino para disparar balas. Si Usted no quiere correr riesgos va y toma un martillo y ya está; o empieza por inutilizar el arma o cerciorarse una mil veces de que está descargada.

Pues bien, con el sexo ocurre exactamente lo mismo. El sexo sirve para traer niñas y niños al mundo, punto. Y si Usted lo quiere usar para otra cosa, pues entonces muy su gusto pero, discúlpeme, Usted DEBE tomar precauciones especiales pues, si no lo hace, irremediablemente va a ocurrir lo primero y va a terminar siendo progenitor -incluso en contra de su voluntad pues lo que empezó como una fiesta de disfraces terminó en el registro civil poniéndole Jorge al niño-. Dicho de otro modo, si se fija Usted bien en lo que acaba de leer, el sexo para fines lúdicos, estrictamente recreativos y sabrosos o dicho de otro modo, el sexo que no tiene por objeto el apareamiento, es un sexo que demanda -que exige en sí mismo- el uso de recursos extraordinarios (pues lo ordinario es que alguien termine embarazada) para que no ocurra tal cosa.

La afirmación anterior tiene como consecuencia inmediata dos cosas: La primera, que no es posible hablar de “libertad sexual” sin hablar primero de responsabilidad personal, de suficiencia y capacidad (en todas sus acepciones); y la segunda, que el sexo con fines de saludable esparcimiento es un fin secundario en sí mismo. Secundario no porque no sea importante, frecuente, necesario, etcétera, no; sino porque, como queda dicho, el sexo no lo creó la naturaleza para deleite de los humanos (y de las demás especies), sino para crecer y multiplicarse.

De este modo, elevar las preferencias sexuales a la categoría de determinante de género para, a partir de ahí, definir a un ser humano resulta exagerado; pues el sexo (o la atracción o el deseo) forma una parte mínima, en algunos casos ínfima, de ese comportamiento social. La inmensa mayoría de las personas son algo más que un manojo de impulsos sexuales y cuando deciden darle gusto al cuerpo lo hacen en privado. De ahí también que pretender determinar quiénes somos como individuos a partir de un rasgo aislado de nuestra personalidad, para colmo secundario, resulta una absoluta memez.

Esa noción exacerbada, esa exageración, equívoca del todo, es precisamente la que sirve de fundamento a toda esa teoría de los LGTB pues en ese contexto, en lo absoluto estamos hablando de seres humanos entendidos en su integralidad, sino apenas de un solitario referente. Las lesbianas son mujeres que se sienten atraídas por otras mujeres; Los gays son hombres que se sienten atraídos por otros hombres; Los transexuales son mujeres u hombres que han decidido adoptar la apariencia de una persona del sexo opuesto; y los bisexuales han decidido agarrar parejo; sólo eso. A partir de esas características todas estas personas son, simultáneamente, un montón de otras cosas: Hijos, hermanos, profesionistas, artistas, deportistas, budistas, cristianos, apolíticos, militares, zurdos, bizcos, ambientalistas, graciosos, mentecatos, modestos, orgullosos, defensores de los derechos humanos, sensatos, impertinentes, valientes, mojigatos, píos, leones, rotarios, déspotas ilustrados (o Presidente de México) y un etcétera tan extenso y complejo como cualquier otro ser humano determinado en su individualidad por un extraordinario cúmulo de atributos, cualidades y defectos.

No existe, pues, nada como un tercer -o cuarto o quinto o sexto- género ni, muchísimo menos, esa condición imbécil de “no binario” (o sin género) a la que me referí en la entrega anterior. A este trote idiota (no se le pude llamar “paso”) van a constituir un género (un noveno o décimo) el fulano o la fulana que le gusten las pelirrojas ojiverde con pecas en la espalda (¿a ver? Pónganle nombre al “género”).

Así las cosas, todos los reclamos reivindicatorios, de cualquier especie, vinculados a ese tipo de agrupaciones son tan absurdos como una comunidad terrícola que pugne por la salvaguarda de los derechos no humanos de los alienígenas. No existe nada como “derechos humanos” de los LGTBXYZ; existen, eso sí, derechos humanos de los hombres y las mujeres para determinar su identidad cualquiera que ésta sea. De ahí también que los “movimientos” que alientan esa visión distorsionada (perturbada) de la realidad, carezcan de cualquier base o fundamento legítimo que permita hacer prosperar derecho alguno, llámese matrimonio entre personas del mismo sexo o adopción homoparental.

Finalmente, lo más riesgoso de este asunto es que está pugnándose por quebrar aquellos rasgos identitarios que sirven para reconocernos en el otro. El fin último de estos abusos conceptuales, conscientes o no sus promotores de ello, es destruir esa noción generalizada del “nosotros” que fue la que sirvió a Aristóteles para definirnos como un zoon politikón, seres gregarios por naturaleza; somos, en gran medida, en el otro y por el otro. Mejorar el trato de los seres humanos no pasa por exacerbar -y menos por rasgos superficiales- las diferencias de cada cual, alentados desde su capricho como por ejemplo, pretender definirse porque le gusten a alguno -o a alguna- los traileros o las teiboleras. ¿Verdad que resulta estúpido?

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